Comentario sobre el libro La fiesta de la insignificancia
Grandiosa insignificancia
Quien se diga ‘expertísimo en la obra de Milan Kundera’
miente. En mi opinión haría falta toda una vida para analizar y empezar a
entender a profundidad las historias y reflexiones del autor nacido en
República Checa.
Si alguien no le demuestra que se ha dedicado por entero
a estudiar libros como La inmortalidad, La lentitud o La insoportable levedad
del ser, no le crea.
El último de los antes mencionados es un tomo que muchos
leímos en algún momento de la universidad, un libro tan profundo, tan denso en
reflexiones que sería necesario releer para poder apreciarlo cabalmente. Pero
en la universidad se es joven y además de buscar terminar las páginas del tomo
para hacer el bendito trabajo que pidió el maestro, también se trata de apurar
el paso de los folios para, una vez llegado al final, sentirse un poco —solo un
poco— más culto.
Lo cierto es que haber leído a Kundera no nos hace ni más
inteligentes ni más cultos, tan solo quizás nos deja un poco mareados de tanto
pensar y pensar en cada párrafo para poder seguir leyendo sin perder (del todo)
el hilo de la historia y sobre lo que el autor nos quiere hacer reflexionar.
Sin embargo, hay en la obra de Kundera una historia que
no demanda de nosotros más de lo que nuestra capacidad puede dar: La fiesta de
la insignificancia, su primera novela tras 14 años de silencio literario que
llegó a México de la mano de Tusquets Editores.
Una historia divertida que parece totalmente sencilla, un
poco absurda y sin serias reflexiones es en realidad un compendio, de magnífica
factura, del estilo del escritor checo: de la situación que nos pueda parecer
más banal podemos rescatar una idea que quizás trastoque los cimientos de lo
que consideramos ‘nuestra realidad’.
En La insoportable levedad del ser hay un pasaje en el
que se reflexiona sobre la felicidad, para uno de los personajes estaba justo
enfrente, viendo a unos niños jugar y reír, mientras que para quien lo
acompañaba ese concepto no incluía ni el eco de actividad infantil alguna.
En La fiesta de la insignificancia hay niños presentes
también, son parte de una alegre algarabía dominical en el Jardin du
Luxembourg, sin embargo no son ellos ni sus risas la definición de felicidad,
son más bien comparsa de lo elemental: la charla entre los amigos —y no tan
amigos— que se encuentran en ese parque francés y alcanzan el sosiego que buscaban.
A un jardín se va a distraerse, quizás a disfrutar del
fresco de la tarde o a encontrarse con la pareja, pero Kundera nos demuestra
que también es posible que ahí esté la definición de conceptos básicos para la
existencia o tal vez, si se tiene suerte, la reivindicación tan anhelada.
El ombligo, el cáncer y Stalin
La fiesta de la insignificancia inicia en el Jardin du
Luxembourg, también hay un encuentro fortuito en una tarde calurosa que hace a
los diferentes personajes tomar decisiones que son resultado de chispas de
inspiración un tanto extrañas o continuar monólogos internos que no han parado
en años.
Uno de ellos reflexiona sobre el ombligo y su papel en el
concepto actual de la seducción y lo considerado sexy. Esa pequeña cavidad en
el centro del cuerpo en la que también podría encontrarse alguna pelusa es,
para uno de los protagonistas de Kundera, la muestra de la sensualidad moderna.
Jóvenes mujeres en diminutos shorts y blusas lo muestran sin el menor reparo,
es una insinuación —en algunos casos invitación— a ir más abajo, como una
parada previa en la cual solazarse antes de llegar a la tierra prometida.
Pero para él es también el testimonio de la conexión que
tuvo con su madre durante nueve meses. Esa mujer que lo abandonó después y que
de alguna manera revivió ese lazo —convertido en uno invisible— al tocarle el
ombligo antes de despedirse por última vez cuando lo dejó jugando a un lado de
una piscina en compañía de su padre. Para Alain, el ombligo es importante.
D’Ardelo, otro de los protagonistas, temía lo peor: era
posible que tuviera cáncer. Pasea también en el Jardin du Luxembourg para de
alguna manera celebrar que se había preocupado en vano. El diagnóstico fue
negativo.
Al encontrarse con un excolega y enterarse de la fortaleza
de una mujer al soportar la muerte de su marido y seguir la vida con entereza,
decide que quiere para sí ese halo especial, ese secreto encanto que da una
enfermedad a quien con dignidad la lleva.
No había cáncer pero sí la emocionada admiración, al menos
de su interlocutor, al enterarse de que acaba de conocer el terrible
diagnóstico. Mentira. Un engaño que da a uno la oportunidad de sentirse
especial y al otro de por fin, ¡por fin!, sentir empatía y consideración por
alguien a quien en realidad aborrecía.
D’Ardelo da el toque final a su farsa al anunciar una muy
próxima fiesta para celebrar su cumpleaños, un momento de placer culposo
porque, apunta Kundera: “Desde hacía ya muchos años había empezado a odiar los
cumpleaños. Por culpa de las cifras que les encasquetaban. Aun así, no
conseguía ignorarlos porque, en él, era más fuerte el placer de ser festejado
que la vergüenza de envejecer”.
Y es en ese festejo justamente donde la insignificancia
les juega una mala pasada a todos. El encanto y hasta misticismo del silencio.
Estar presente pero no llamar del todo la atención y por lo tanto convertirse
en alguien deseable por ser ‘cómodo e inofensivo’, es un rasgo que los
protagonistas entienden pero no ponen en práctica, algo que los lleva a perder
oportunidades de reír, de amar y de ligar.
Stalin aparece también en la trama y es usado como
referencia para reflexiones sobre la capacidad de bromear y cómo es que lo que
se considera realidad es la mera representación moldeada por una voluntad que
somete a todas las demás.
Cuando el líder ruso estaba en el poder se había perdido
la capacidad de hacer bromas porque el ambiente no era propicio para ello.
Stalin bromea pero nadie lo entiende, lo juzgan mentiroso, loco y falto del
rigor de la verdad tan apreciada.
Un proceso similar vivido ahora que, según Kundera y sus
personajes, el hastío y la indiferencia han hecho que las bromas sean poco
apreciadas —y hasta ignoradas— y el buen humor se pierda entre la infinidad de
posibilidades de diversión que existen y entre las que no se atina a decidir.
Stalin sometió también la voluntad de todos —producto de
ese sometimiento fue también el fin de las bromas— y creó la realidad del líder
perfecto, una que se deslavó después y lo convirtió en el represor perfecto.
Los conceptos y definiciones cambian, tanto en el mundo
como en las historias de Kundera, la ventaja de leerlos es que sabemos que es a
la voluntad del escritor a la que nos sometemos y con su permiso podemos
atisbar dentro de sus mundos literarios. Lo malo es que al cerrar el libro nos
enfrentamos a una realidad por la que no sabemos a quién (o quiénes) agradecer
o maldecir, una en la que para bromear es preciso tener un smartphone y en la
que para muchos la definición de felicidad incluye irremediablemente uno de esos
aparatos.
Foto: Tomada de http://www.culturamas.es/
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