El bigote y la identidad nacional
Bigotones y contentos
Para los griegos eran símbolo de poder y divinidad,
mientras que para los aztecas el anuncio del final. Hoy, llevar barba y bigote
es una elección estética en buena parte del mundo, sin embargo, son elementos
que sí tienen una profunda raíz en el imaginario colectivo sobre la
mexicanidad.
El país, tal cual se le conoce, sería imposible sin el
mestizaje vivido durante la Conquista. Los hombres blancos y barbados que
llegarían del este, según la profecía anunciada a Moctezuma, iniciaron, ‘bigote
por delante’, el violento proceso que culminó 300 años después con la
declaración de Independencia en 1821.
Historiadores señalan que el país estaba tan ocupado en
decidir su forma de gobierno y la manera de hacerse de recursos económicos que
era poca la atención que se prestaba a formar una identidad para los habitantes
de la recién creada nación. Si hoy sigue siendo complicado responder a la
pregunta de ¿qué nos hace mexicanos?, en esa época convulsa lo era aún más.
Fue hasta la llegada de Porfirio Díaz al poder que se
vivió un largo periodo de estabilidad en el país. Paul Garner, historiador
experto en el general nacido en Oaxaca, ha señalado en sus libros y en
entrevistas que fue durante el Porfiriato, que se pagó la deuda externa, se
vivió una ‘revolución de las comunicaciones’ al expandirse la red ferroviaria y
por primera vez México figuró en el panorama internacional como una nación
ordenada.
Esa renovación de la imagen del país se dio acompañada,
como debía ser, por la figura de Díaz cuyo adusto gesto estaba coronado por un
bien cuidado bigote que lo acompañó durante toda su vida militar y política.
Dignatarios de todo el mundo, invitados a la celebración
por el centenario de la Independencia, atestiguaron esa bella época mexicana
que era posible bajo la aguda mirada y el cobijo del bigote de don Porfirio.
Apenas unos meses después se dio el inicio de la
Revolución Mexicana y con ese nuevo movimiento armado arribaron dos hombres que
terminarían por convertirse en el epítome de la hombría nacional: Francisco
Villa y Emiliano Zapata. Ambos bigotones.
La presencia del vello facial en las figuras históricas
del país no tendría nada de particular si no fuera porque a 100 años de los
ires y venires de estos héroes revolucionarios, lo primero en lo que se piensa
es en su aspecto y no en sus acciones.
Es común ver durante este mes a los vendedores de souvenirs
tricolores. Puestos ambulantes que con sus banderitas, trenzas de estambre,
moños, trompetas y bigotes quita-pon son tan necesarios como el mole y las
tortillas en la mesa para que esté completo el mes patrio.
Los postizos —ya sean las trenzas o los bigotes— se
convierten en parte importante de esa imagen idealizada, y muchas veces
caricaturizada, que se tiene del mexicano tanto fuera como dentro del país.
La idea del hombre recio, a caballo y bigotón, se
extendió rápidamente debido a que ‘Pancho’ Villa firmó un contrato con la
Mutual Film Company de D. W. Griffith en 1914 e incluso su tropa recibió
uniformes nuevos para dar una buena impresión durante las filmaciones
especiales que se hicieron de sus actividades y batallas. El resultado se
exhibió poco después en Nueva York.
Menos mediática pero igualmente popular fue la figura de
Zapata, quien formó la dupla indisoluble y más representativa de la Revolución
junto con Villa.
Estas dos incuestionables efigies del mexicano fueron
alimentadas —una más que otra— por la historia oficial construida por el
Partido de la Revolución Mexicana (PRM), renombrado después como Partido
Revolucionario Institucional (PRI), y se convirtieron en los pilares visuales
del discurso político y social del régimen.
El nacionalismo se construyó basado en la idealización y
satanización de los actores de la historia de México. Así como Miguel Hidalgo
fue considerado el ‘Padre de la Patria’ a Agustín de Iturbide, el consumador de
la Independencia, se le sigue viendo de soslayo por haber sido emperador en un
primer malogrado intento por instaurar una monarquía en el país.
Para el escritor Pedro Ángel Palou “los libros de texto
gratuito, en los que crecimos todos, tienen virtudes y tienen defectos, pero su
peor defecto es la descontextualización. Son libros de historia, me voy a
atrever a decirlo, ahistóricos”.
Esta falta de contexto y deshumanización de las figuras
históricas —consideró Palou en una entrevista concedida a PROVINCIA sobre su
libro No me dejen morir así (Planeta) en la que rescata la figura de Villa— ha
tenido como consecuencia la prevalencia del machismo y la idea de que el hombre
mexicano, así como el ‘Centauro del Norte’, debe ser bigotón, ‘malencarado’ y
mujeriego.
“Lo vemos bien manejado —pero sigue siendo una mala
figura— en Entre Pancho Villa y una mujer desnuda, la obra de teatro que
después se hizo película, de Sabina Berman, en la que jugando con esta maravillosa
película de Woody Allen, Play it again Sam —donde Allen tiene como figura del
hombre perfecto a Humphrey Bogart de Casa Blanca— Sabina pone a Villa como el
epítome de todo lo mejor que tiene la masculinidad en México: no solo ser
macho, hay que someter a la mujer, hay que hacer la voluntad de uno, no hay
relaciones iguales, son absolutamente asimétricas…
“No es gratuito que en lo que yo he ido presentando la
novela cada que hablo de Villa la primera cosa que me dicen es ‘Villa con sus
dos viejas a la orilla’. Zapata es nuestro ‘Che’, para bien y para mal. Es una
especie de héroe pop, de camiseta, pero Villa no, Villa es el macho y es una
perpetuación de este símbolo de un México que además no existe: el México
rural, premoderno, que también le conviene al poder”.
Esa figura del hombre recio y a la vez noble, mujeriego
pero cumplidor, e irremediablemente honesto fue masivamente difundida durante
las primeras décadas del siglo pasado por un nuevo aliado: el cine.
La Revolución daba paso al orden y al progreso, pero sus
ideales seguían vivos, al menos en el discurso. El mundo del celuloide, creador
de fantasías y en buena parte de la identidad mexicana, tuvo como principales
exponentes de esta idea del ser mexicano (fuerza y prestancia para los hombres;
abnegación y belleza para las mujeres) a tres famosos bigotes: el de Jorge
Negrete, el de Luis Aguilar y, por supuesto, el de Pedro Infante.
En su libro Pedro Infante. Las leyes del querer
(Aguilar), Carlos Monsiváis escribió: “El primer ámbito fílmico de Infante: el
campo, la vida rural que todavía en la década de 1940 retiene a la mayoría de
la población ansiosa no tanto de representaciones fidedignas como de fantasías.
En el campo —esta es la moraleja— sucederán las tragedias que se quieran, pero
también se esparce la autenticidad; en la gran ciudad privan el engaño, el
autoengaño y la comparsa inevitable: la legión de pecados.
“En el cine mexicano el campo es el espacio por
antonomasia donde creció y en algún lugar se mantiene la Revolución”.
Monsiváis señala en su tomo que esa visión idealizada de
lo rural tuvo su primer y más efectivo exponente en la cinta Allá en el Rancho
Grande (1936) sobre la que señaló: “En el rancho fantasmático el criterio de
realidad se localiza en el habla, en el vestuario y en las fisonomías que no
dejan mentir. Este sería el mensaje: ‘Es más conveniente verte muy mexicano que
sentirte muy mexicano. Es tu aspecto lo que norma la psicología social’”.
Ya no hay devotos cantores rompiendo la tranquilidad de
la noche frente a la ventana de la amada,
tampoco hombres a caballo y mucho menos ranchos en los que la vida
transcurre entre canciones y ferias. Lo que sigue estando a la mano —ya sea
para verlo o para llevarlo— es el bigote, un elemento que surge en automático
cuando viene a la cabeza la imagen del charro. Así como en este país no se
concibe una mesa sin tortillas calientitas, ese tajo de vello facial es
esencial y contundente para concretar la idea de ‘el hombre mexicano’.
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