Comentario sobre el libro Tengo que morir todas las noches
Muerte y resurrección
Como un ave Fénix cuya vida duraba 24 horas y renacía de
sus cenizas, luego de arder entregado a la noche agitada y glamorosa, el creador
y administrador del legendario bar El Nueve, de la Ciudad de México, tenía que
morir y resucitar todos los días, un sacrificio necesario tanto para su
supervivencia como la de ese lugar en el que convergían estrellas de cine, de
teatro, de televisión, artistas plásticos, escritores y la más interesante troupe
de la ciudad.
Se trata de Henri Donnadieu, nacido en Francia en 1943 y
afincado en México desde 1976, quien fue el artífice del espacio nocturno que
marcó la década de 1980 y que ayudó no solo a la desmitificación de los bares gay,
sino a la creación y recreación artística de toda una generación que residía en
esos años en la capital del país.
El Nueve estaba en la Zona Rosa y desde ahí ejercía su
influencia y, como con un ‘canto de sirenas’, atraía a gente de todos los
rincones de la ciudad y también de todos los rincones del mundo para tener una
experiencia en la que el alcohol, la música y el teatro eran pilares fundamentales,
pero también las pasiones —tanto homosexuales como heterosexuales— y las
drogas, a cual más intensas.
De El Nueve ya solo queda el edificio que ocupó y el
recuerdo, uno que está muy vivo gracias a Guillermo Osorno, editor, escritor y
periodista mexicano quien publicó Tengo que morir todas las noches, en la
editorial Debate que pertenece a Penguin Random House.
El tomo de Osorno es, como dice en su subtítulo, una
crónica de los años 80, del underground y de la cultura gay, sin embargo, el
radio de influencia de su investigación va mucho más allá de esos temas y
aunque tiene un marco temporal bien delimitado los temas del underground y la
cultura gay se ramifican hasta tocar la música, el teatro, el cine, el performance,
las corrientes contraculturales y hasta la política.
Tengo que morir todas las noches tiene como centro a El
Nueve, pero así como el número hace una amplia vuelta en su forma, la
investigación de Osorno alcanza a buena parte de la sociedad y al leerlo más de
alguno se dará cuenta de que elementos que forman parte de su historia personal
como los grupos musicales Caló o Café Tacuba alguna vez tuvieron relación con
ese lugar.
Otro punto destacable del libro es que rescata de las
sombras a los artífices de la noche. Sus páginas se centran en una historia, la
de Donnadieu, pero es un caso emblemático y ejemplar que permite ver qué hay
detrás de todos esos hombres y mujeres que son los anfitriones de la diversión
de otros.
¿Qué pasa con quienes se quedan en los bares mucho
después de que el DJ tocó la última canción? Osorno muestra qué sucede cuando
esos lugares se quedan vacíos y los clientes van rumbo a su casa a descansar o
al motel a matar lo que queda de la noche; con ello se ve el lado humano —lo
bueno y lo malo, lo luminoso y lo oscuro— de quienes hacen posible que otros
bailen, liguen y se diviertan.
La historia
Hay un amplio sector de la población que aún no tiene
claro que lo que tenemos por cierto, que la historia que se ha contado es
inexacta y parcial. Así como el discurso de los héroes y caudillos está lleno
de figuras acartonadas, la narración del México moderno está incompleta. De la
década de 1980 algo de lo más recordado es Siempre en domingo —con todo y su
película de 1984— sin embargo, y aunque así se creía, no era Raúl Velasco quien
mandaba en los gustos musicales de todo el país, había otros grupos y
alternativas, el rock sobre todo, que buscaron espacios para sobrevivir tras la
represión del Festival Rock y Ruedas de Avándaro (1971). Uno de esos lugares
fue El Nueve.
El bar inició su existencia sin darse cuenta, y seguramente
sin proponérselo, de estar marcando una época. Henri Donnadieu, su creador —lo
fundó con Manolo Fernández, entre otros socios, pero es su punto de vista el
que guía al libro—, tuvo desde su juventud la idea de crear una casa de la
cultura, un espacio en el que confluyeran las corrientes artísticas y
culturales con sus espectadores para generar diálogo. Su proyecto original, una
tesis sobre la implantación de un recinto así en Grenoble, una ciudad francesa
en las faldas de los Alpes, no se concretó y se materializó hasta décadas
después y con la Zona Rosa de la Ciudad de México como telón de fondo.
El camino, como narra el libro de Osorno, no fue
sencillo, Henri debió recorrer buena parte del mundo, enfrentar una acusación
de fraude y salir huyendo de Nueva Caledonia, lugar al que llegó a vivir en
1967, para finalmente instalarse en la Ciudad de México.
Una vez en el país, y tras haber hecho y perdido una
fortuna considerable, volvió a poner en marcha sus habilidades natas para
socializar y para visualizar que un bar o un restaurante son mucho más que un
lugar para ir a beber o a comer, si las artes culinarias de un país forman
parte de su cultura, ¿por qué no asociarlas con el resto de las artes?
Sacudidas y epidemias
La curva que hace a El Nueve no siempre fue de un solo
trazo. Además del consabido prejuicio que encierra abrir un bar gay, la década
de 1980 fue de altibajos y, literal, de sacudidas para México. En 1985
sobrevino el terremoto del 19 de septiembre que cambió la faz de la capital del
país y además empezaron a reportarse los primeros casos del Síndrome de
Inmunodeficiencia Adquirida (Sida), una de las más contundentes y macabras
evidencias de la globalización.
Y pese a que los problemas no cesaron el bar continuó
abierto hasta 1989 como símbolo y recordatorio de una época que terminaba, y
que a la vez presenciaba la decadencia de la Zona Rosa, lugar que dejó de ser
el centro de la vida cultural de la Ciudad de México.
Además de bandas en ese tiempo emergentes en la escena
musical como Café Tacuba o La Maldita Vecindad, Claudio Yarto como DJ y de la
presencia de figuras como Julio Castillo, director de teatro, el dramaturgo
Emilio Carballido, el pintor y escultor Diego Matthai, Alejandra Bogue (famosa
por su escandalosa parodia de Laura León ‘La Tesorito’) y hasta María Félix, El
Nueve funcionó como cineclub, foro teatral, espacio para presentaciones de
revistas emergentes, centro de operaciones para las primeras asociaciones de
respuesta al Sida y, por supuesto, como espacio de diversión en el que había
opción para todos, fueran o no homosexuales.
La investigación de Guillermo Osorno, desmenuzada en 15
capítulos (si se incluye al epílogo), lleva a darse cuenta de que más allá del
morbo que puede generar el componente homosexual presente en el libro, Tengo
que morir todas las noches se trata de una crónica de la vida nocturna y por lo
tanto de lo urbano, con todo lo que ello implica, pero también de la manera en
la que movimientos contraculturales —sexuales, musicales, cinematográficos e
incluso teatrales— ganaron terreno.
En el libro se rescata la memoria de esos años en los que
el glamour y la diversión tenían nombre propio: El Nueve, pero también, además
de a Henri, se nombran a todos los involucrados que hicieron posible que las
noches existieran en ese bar que mezclaba tragos, rock y arte.
Osorno también comparte en Tengo que morir todas las
noches, un fragmento de su historia personal que se vio tocada por El Nueve,
lugar en el que de alguna manera inició su vida adulta. “A lo mejor encuentran
algunas respuestas a los desvelos y las preocupaciones de nuestra madre durante
esa época”, dice a sus hermanos en los agradecimientos.
La despedida
Tengo que morir todas las noches es un gran documento que
echa luz sobre una década convulsa y creativa por igual, tanto en México como
en el resto del mundo. Guillermo Osorno rescata en él una parte de la historia
nacional que de otra manera se perdería para siempre. A través de la historia
de Henri, de El Nueve y de la suya permite ver que así como el rock tuvo que
luchar para sobrevivir, la comunidad gay pudo dejar, gracias a ese bar, la
sordidez y el anonimato para mirarse de frente con el resto de la sociedad y
pugnar por su reconocimiento como iguales.
Cuando Henri salió de Nueva Caledonia la prensa local
jugó con su apellido, Donnadieu, que segmentado se lee como Don Adieu o Don
Adiós. Hoy, Don Adiós sigue en México, tiene 72 años de edad pero su despedida
está muy lejos todavía. Muere todas las noches pero el alba lo encuentra listo
para lo que sigue.
Foto: Tomada de http://media.timeout.com/
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