Segundo aniversario luctuoso de Gabriel García Márquez

Vamos a Macondo

Escucho el Concierto para bongó de Pérez Prado mientras escribo estas líneas. No se me ocurre otra canción para intentar entrar en ese estado de ánimo llamado Macondo. Porque el pueblo mítico y mágico fundado por los Buendía luego de meses y meses de deambular en un éxodo primigenio, es, más que un lugar, un estado de ánimo, una explosión vital en la que no hay líneas rectas y eso de “think outside the box” es algo que no se tiene que decir porque no hay caja que limite el pensamiento.
   Hoy hace dos años que murió Gabriel García Márquez, ‘Gabo’, el autor (quizás ese el sería mejor en mayúsculas) de Cien años de soledad esa biblia de la literatura latinoamericana en la que pasa de todo porque eso fue lo que se buscaba: un génesis, un éxodo y un apocalipsis luego de que la tierra prometida se revelara como mero espejismo.
   Pérez Prado grita en la grabación: “Échale… quítate los zapatos” y lo hago, me descalzo porque para entrar en tierra sagrada, como es Macondo, es menester llegar con la piel dispuesta a ensuciarse, a empaparse, a llenarse de lodo, pisar alguna banana o quizás alguna mariposa amarilla.
   Macondo es y será, y a la vez no fue. En un documental de Canal 22 titulado Muchos años después… de 2007, Gabriel García Márquez señaló lo que hace unos párrafos mencioné, que Macondo es un estado de ánimo por lo que el periplo que hay que hacer para llegar a él es interno y, en el mejor de los casos, no hay que dar ni un solo paso, la mente es poderosa y si aprendemos a darle la vuelta, como si de una página se tratara, a lo que nos aleja de ahí podremos llegar en un santiamén.
   Macondo es, en nuestra mente. Será, para siempre en la literatura mundial. Y no fue necesario que quedara vestigio alguno de su paso por la tierra. Arrancando por un vendaval atroz, no quedó piedra sobre piedra, solo la idea y una idea es inmortal. Cualidad que comparte ahora con su creador.
   Homero Aridjis, activista, escritor y poeta michoacano, señaló en el mencionado documental, que Cien años de soledad llevó a ‘Gabo’ a la Luna. “No se puede aterrizar en la Luna muchas veces”, añadió sobre la acogida y el éxito de las obras posteriores —El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios y Memoria de mis putas tristes—, de García Márquez.
   Y Aridjis, como siempre, tiene razón. El grandísimo éxito de la obra cumbre del colombiano, lo encumbró tan alto que lo dejó en la Luna. Un nivel que el Nobel, en 1982, vino a afianzar. Un galardón que, aunque publicó cuatro novelas después de recibirlo, se convirtió en una suerte de nicho en el que quedó encerrado por el resto de su vida. Ahí se le veía y quizás no era él quien se alejaba, sino el público que santifica a sus héroes y los vuelve intocables aunque sean cercanos y accesibles.
   García Márquez tenía 55 años de edad cuando recibió la llamada de la Academia Sueca. Otros tres autores fueron premiados a la misma edad: Grazia Deledda, en 1926; Ernest Hemingway, en 1954; y Heinrich Böll en 1972. A estos datos, tomados de la página de Internet www.nobelprize.org, se añade un Top 10 de popularidad de los autores reconocidos en la categoría de Literatura. Lo encabeza Hemingway seguido por Pablo Neruda, ‘Gabo’ aparece en el cuarto sitio. El relicario lo ha conservado con dignidad todos estos años: los 32 que vivió con la palabra Nobel, pintada en la frente, y también durante estos dos en los que, como Remedios la Bella, zurca el cielo envuelto en sábanas blancas que vuelan alto, alto, donde solo lo pueden alcanzar los pájaros de la memoria.
   También a través del papel lo podemos alcanzar. Del papel, claro está, del que están hechas las páginas de sus libros. Folio tras folio es posible entrar a ese mundo tan suyo y tan universal a la vez, en el que miles de lectores se han quedo atrapados, como en un trance.
   García Márquez llegó a declarar que narrar es un acto hipnótico que se logra con muchos clavos, tornillos y bisagras porque es necesaria una carpintería rigurosa y meticulosa que abstraiga y distraiga a quien escucha (o lee, según sea el caso) con el fin de que no despierte y crea, sin asomo de duda, eso que se le está contando.
   ‘Gabo’ es un maestro carpintero, un narrador ilustre a quien se le cree todo por increíble que parezca ya que si él lo escribió, es raro que aún no haya pasado frente a nosotros eso que corroborará lo que sus folios señalan.
   Los bongós de Pérez Prado siguen sonando. Ese ritmo es todo: veloz, violento, primitivo, primigenio, inquietante, insinuante, invitante, festivo, peligroso… Está vivo, como vivas están las historias de esos 100 años de la estirpe de los Buendía que con sus pasiones, desencuentros, anhelos e incestos, dieron forma al pueblo que fundaron y a la vez, sus vidas estuvieron marcadas por lo que Macondo les permitió en una simbiosis rayana en la más comprometida codependencia.
   Hoy, ‘Gabo’ no está. Hace 730 días que no está, pero quienes descubrimos la literatura acompañados de su pluma seguimos dependiendo de sus páginas. Aún necesitamos la certeza de la tinta que manchaba el abismo blanco del papel para dibujar cordilleras, ríos, puentes, mares, chozas, caña brava, caserones, compañías bananeras y generaciones enteras de hombres y mujeres condenados a 100 años de soledad.
   Los Buendía no tuvieron otra oportunidad sobre esta tierra, pero nosotros sí. Cada vez que recordamos a García Márquez, cada ocasión que tomamos uno de sus libros y entramos en el trance hipnótico de su prosa, obtenemos esa segunda y tercera y cuarta oportunidad, o las que sean necesarias, para elevarnos por encima de la pegajosa realidad y gráciles, como mariposas amarillas, volar hasta donde queramos y quizás alcanzar a ‘Gabo’, aunque sea solo por espacio de una página.
   Ya sea con los golpes del bongó o por medio de la levitación vía chocolate espeso y humeante, como el padre Nicanor, es posible alcanzar la altura de García Márquez y llegar a ese estado de ánimo llamado Macondo que hoy se eleva, por encima de todos, como promesa de un mundo en el que todo es posible.


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