Comentario sobre el libro El complot mongol

Complot intestino

“Matar a alguien es mandarlo a que esté solo”. Con esta frase podría resumirse la novela El complot mongol, de Rafael Bernal, escritor mexicano cuyo centenario de nacimiento se conmemoró el domingo pasado.
   El libro —que narra un intrincado complot para matar al presidente de Estados Unidos en México luego del magnicidio de Kennedy— es considerado fundacional para la novela policiaca en el país, pero la historia va mucho más allá de las consideraciones de este género. La trama concebida por Bernal es a la vez inquietante, divertida, seria, reflexiva y definitivamente emocionante.
   Publicada por primera vez en 1969, Joaquín Mortiz —su editorial original— lanzó una nueva reimpresión de El complot mongol a propósito del centenario de su autor, cuya efeméride se aprovechó también para anunciar una versión en novela gráfica y la segunda adaptación fílmica —la primera fue hecha en 1977 por Antonio Eceiza— a cargo de Sebastián del Amo.
   La novela resulta particularmente atractiva cuando se lee en Michoacán, ya que Filiberto García, el protagonista, es originario de Yurécuaro y aunque sus andanzas como matón —tanto durante la Revolución Mexicana como en épocas posteriores— lo han llevado a recorrer todo el país, recuerda constantemente al terruño.
   La trama alcanza a García cuando ya no está tan joven, tiene 60 años de edad, y cuando su oficio resulta señalado, reprobable y vergonzante incluso para quienes requieren de sus servicios. El personaje principal está, se puede asumir, en decadencia, sin embargo es posible que un segundo aire le llegue de la manera más inesperada.

Mongolia exterior
Todo inicia con un rumor. Se cree que Mongolia Exterior quiere aprovechar la visita a México del presidente de Estados Unidos para asesinarlo.  La idea, de por sí inquietante, resulta mucho más porque apenas hace algunos años Kennedy fue abatido durante una gira en su propio país. 
   Termina la década 1960 y México se debate entre las viejas lealtades a quienes participaron en la Revolución Mexicana y la idea de modernidad y progreso que implica romper con mucho del pasado nacional, o al menos con quienes lo representan.
   En ese escenario se encuentra Filiberto García quien, sin embargo, no tiene ningún interés ni filiación política. Él recibe órdenes, casi siempre para liquidar a alguien, y se enfoca en cumplirlas. Es un fabricante de muertos, como él mismo señala. De lo anterior lo que sí le cuesta es acostumbrarse a los nuevos usos de quienes están en el poder. El matón, disfrazado de policía, recuerda que antes le hacían sus encargos de manera directa, ahora, los eufemismos llenan el discurso y al final lo único claro es que es él únicamente quien carga con los difuntos. 
   Es justamente por sus peculiares habilidades y su relación con la colonia china en México que resulta el agente ideal para investigar el caso del posible complot para matar al mandatario estadounidense. Ya que, según los rumores, el atentado se fraguó en Mongolia Exterior. La conexión del pistolero con los orientales resulta el primer paso para desentrañar una madeja internacional en tres días, es decir, antes de que inicie la visita de Estado.
   Además de la reticencia a pedirle directamente que mate a alguien, otro cambio en la jugada que no tiene muy contento a García es la necesidad de colaborar con un agente estadounidense y con otro ruso, este último representante del gobierno que dio el aviso de la posibilidad del magnicidio. El mexicano, simple y práctico en su método de trabajo, se siente desencanchado con las alambicadas fórmulas que tienen sus contrapartes extranjeros y la excesiva vigilancia entre quienes, se supone, están trabajando en equipo.
   García cuestiona todo pero de manera más insistente a sí mismo y a pesar de que, insiste, es un simple fabricante de cadáveres, resulta el más experto de los asignados al caso. El complot existe, de eso no hay duda, pero quizás su origen no esté tan lejos como se pensaba.

El antihéroe
Filiberto García es vulgar, iletrado, violento cuando se requiere  y, con ese prontuario, definitivamente poco confiable. Sin embargo, los chinos de la calle de Dolores en la Ciudad de México lo llaman ‘muy honorable señor García’ y le tienen estima porque, pese a ser miembro de la Policía, no ha denunciado sus fumaderos de opio.
   Más allá de la trama de intriga internacional que tiene el libro, lo que resulta mucho más interesante es el personaje principal. Complejo, contradictorio y definitivamente humano, el matón nacido en Yurécuaro se presenta ante el lector lleno de matices y claroscuros que lo hacen pasar de asesino a un entrañable antihéroe que, pese a tener las simpatías de quien atestigua sus aventuras, infunde temor.
   El complot mongol es, podría decirse, la ‘Biblia’ para la novela negra. Los villanos no lo son tanto, nada es lo que parece y es en los pequeños detalles, los trazos que parecieran insignificantes, donde radica la fuerza que da la vuelta de tuerca a la historia.
   Página tras página, la novela de Bernal cumple con su objetivo primordial, entretener. Sin embargo, luego de sentar las bases para el ya citado género, se eleva muy por encima de lo convencional y entrega una trama en la que sí hay matones chinos, mongoles, cubanos y mexicanos, pero también introspección,  reflexiones y una crítica social al México que le tocó al autor y que, en algunos aspectos, sigue igual.
   La historia se desarrolla de manera cronológica en los días previos a la llegada del presidente de Estados Unidos y aunque apenas son 72 horas de las que se disponen el misterio del complot no tan internacional, puede revelarse. Esta narración que corre contra el tiempo se adereza con las intervenciones de García que la enriquecen y es en realidad él quien lleva, como dice el lugar común, “la voz cantante”.
   La estructura de El complot mongol es muy interesante y seguramente resultó muy novedosa para la época, e incluso lo es para la actualidad. Lleva el componente del tiempo, como ya se dijo, pero la trama se desarrolla a través de una especie de soliloquio del protagonista cuyas elucubraciones e interacciones con otros personajes permiten al lector conocer lo que pasa. En contadas ocasiones, y con apenas una línea, se adivina la presencia de una voz externa que sirve para dar pie a acciones concretas de los implicados en la novela. Ese narrador incidental, se debe anotar, no es omnisciente, únicamente se sabe lo que piensa Filiberto García, todo lo demás se atestigua a través de su mirada y de su peculiar filosofía.
   Pese a la fachada de tipo duro, simplón e ineducado —esto último refrendado por las decenas de ‘pinche’ proferidos durante la novela— el antihéroe michoacano “nacido en Yurécuaro, hijo de La Charanda y de padre desconocido”, como él mismo señala, se revela complejo y reflexivo. Su relación con la muerte, el deseo, el elusivo amor y el deseo de seguir viviendo aunque sea en completa soledad, forman parte de una postal integral que, además de entretener al lector, en el mejor de los casos lo hará también meditar sobre estos temas.
   La realidad de Filiberto García es otra. Todo cambió o está cambiando. Tiene 60 años de edad y se adivina la decadencia que la edad trae consigo. El tiempo le ha hecho estragos y continúa su paso avasallante. Una marcha contra la que no hay complot que logre detenerla.



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