Rulfo, a 30 años de su muerte

La magia negra de Comala

Desde antes de iniciar la búsqueda intuía que podría no resultar como esperaba, pero eso no me detuvo. Tenía una promesa en el horizonte y confiaba en verla cumplida. Quería encontrar a Juan Rulfo en Comala pese a que sabía que hoy, hace 30 años, murió a cientos de kilómetros de ese pueblo blanco y caluroso.
   Comala estaba ahí, esperándome. Se anunciaba como Pueblo Mágico, solo que no aclaraba que la magia que lo envuelve es negra, como el rencor vivo que lo hizo existir y perecer.
   La voz, un murmullo amable, me pidió que me acercara. “Aquí, ven aquí. Esta ventana te va a mostrar lo que necesites”. Nunca vi su cara, pero la manera en la que hablaba me hizo acercarme a los postigos abiertos, tomar uno con cada mano y hundir el rostro en el cristal sin que este se rompiera ni yo me hiciera daño.
   En un abrir y cerrar de ojos estuve del otro lado. Sentía mis manos colocadas en los postigos pero a la vez estaba de pie en una calle empedrada bañada por el Sol de las tres de la tarde. “Estás en Comala”, dijo la voz, “¿por qué no caminas? A eso viniste”.
   El lugar parecía solitario. Avancé algunos pasos y en la esquina, en un adornado letrero de herrería pude leer “Calle Melchor Ocampo. Zona Centro. CP 28450”. “Deja que los pies te guíen, no pienses”, añadió la voz. “¿Madre, eres tú?”, pregunté. Silencio.
   Di vuelta a la derecha. Busqué el letrero que, coronado por un par de pájaros igual que el anterior, me anunció que me encontraba en la calle Francisco I. Madero. Estaba embobado viendo la delgada letra blanca que lo consignaba cuando la vida se hizo presente y casi me mata. Un automóvil, a toda velocidad, pasó a mi lado. El chofer no se había inmutado por mi presencia casi a mitad de la calle y continuó su camino. El ritmo desbocado de mi corazón fue seguido por mis pies que empezaron a correr y al llegar a la esquina se encontraron de frente con más vida.
   Una plaza llena de flores, naranjos y palmeras, con una fuente de cantera en cada esquina y un kiosco al centro, era recorrida por cientos de personas que, en un primer momento, pensé que eran fantasmas. Ahí estaban, familias enteras caminando. Niños corriendo delante de sus padres; jovencitas caminando de la mano de quienes esperaban fueran, algún día, sus esposos; parejas de recién casados comiendo del mismo helado o tomando del mismo vaso de bate; y ancianos acompañándose con las mismas historias de cada tarde. “Parecen vivos, pero están muertos”, pensé. “En Comala solo hay ecos de un pasado que Rulfo registró con sus palabras, pero nada más. Pobrecillos, la muerte los encontró paseando en la plaza”, dije en voz alta sin que nadie se inmutara.
   Seguí caminando por esa misma calle, pero ya se llamaba de otra forma, “Venustiano Carranza”, decía en el letrero, pero me llamó mucho más la atención otro mensaje que estaba también sobre una pared aunque mucho más alto. Coronando el sencillo frontón circular de una iglesia blanca estaba la escultura de un arcángel armado con una espada que sostenía en alto con la mano derecha. “No entres”, parecía decir y le hice caso. Me acerqué solo un poco a la herrería que delimitaba el atrio de la Parroquia de San Miguel del Espíritu Santo y continué mi caminar.
   Sabía que los coches y camionetas que circulaban rodeando la plaza eran tan fantasmas como ese niño que corría detrás de unas palomas, pero aun así decidí esperar a que terminaran de pasar para cruzar la calle. Al alcanzar la sombra de los portales reparé en que empezaba a sentir sed.
   Había decenas de mesas de madera cubiertas por coloridos manteles azules y amarillos ocupadas por más fantasmas que, sonrientes, tenían botellas de cerveza entre las manos o frías coca-colas cuya negrura desaparecía en sus bocas ávidas como tumbas abiertas. Daban y daban tragos entre bocado y bocado de sus platos rebosantes de carne asada y arroz humeante, y entonces me di cuenta de que, además de sed, tenía hambre.
   “¡Qué calor! ¿No?”, dije en voz alta, mientras esbozaba una sonrisa, a un hombre que vestía jeans y una camiseta con un logotipo bordado que decía “Los Portales”, pero no me respondió. Justo cuando terminé de hablar empezó a sonar un acordeón que daba los primeros acordes de una canción que al parecer casi todos los fantasmas conocían porque varios de ellos gritaron emocionados.
   Cuatro hombres, fantasmas insistía yo, empezaron a cantar con voces roncas: “Con el atardecer,/ me iré de ti,/ me iré sin ti,/ me alejaré de ti con un dolor dentro de mí…”. Una mujer abrazó al que supuse era su marido y lo besó en el cuello, él sonrió y tomó su cerveza para brindar con ella. Distraído por los músicos vestidos con camisa amarrilla, pantalón café, botines y tejana beige, no me di cuenta cuando el mesero se movió de lugar. “Oiga, disculpe…”, dije a otro que pasó, raudo, junto a mí con un plato de frijoles, pero no me escuchó pedirle un refresco porque justo en ese momento cantantes y público decían al unísono: “Adiós, adiós amor,/ recuerda que te amé,/ que siempre te he de amar./ La barca en que me iré,/ lleva una cruz de olvido,/ lleva un cruz de amor…”.
   En ese instante me di cuenta de que ser el único vivo en un pueblo lleno de fantasmas te hace inmune a las emociones que ellos aún pueden experimentar. Veía como algo lejano su alegría mientras yo me sumía en el abismo de la sed y el hambre al que el calor me había empujado. Nadie me escuchaba. Las gotas de agua salada que recorrían mi espalda o mis brazos luego de nacer en mis axilas, parecían sincronizadas con las gotas de sudor que bajaban por las heladas botellas de cerveza y de refresco que estaban en las mesas de los comensales, en una danza angustiante que resecaba cada vez más mi boca y horadaba en el boquete del hambre que sentía en el estómago.
   La canción terminó y volví a abordar a los meseros, pero ninguno me hizo caso. “Es inútil”, dijo la voz y volvió al mutismo. Avancé hasta otro restaurante y pasó lo mismo, los meseros fantasmas no me veían ni me oían. Caminé el resto del portal, ya en silencio, y crucé la calle hacia la plaza. La esquina era una rampa inclinada suavemente, avancé y pronto estuve sobre el adoquín humeante. Rodeé la fuente llena de agua verdosa que no intenté beber y me senté en una nívea banca metálica que no hacía nada por disimular el calor del ambiente. Entre esa y la siguiente había un árbol pequeño cuya sombra parecía burlarse de mí al dejarme fuera de su amparo.
   “Usted no es de aquí, ¿verdad?”, escuché decir a alguien con un acento peculiar. “No”, respondí sin voltear a ver a quien me hablaba. “¿Qué tiene?”, insistió. “Hambre y sed”, le dije. “Ya se acostumbrará”. Cuando me dijo eso no pude evitar volver la mirada. Era un hombre bajo, de tez blanca y negras cejas. “¿Usted de dónde es?”, pregunté. “Del sur”, dijo, “de donde el rencor vivo tiene cara de mujer y no muere por más balazos que le den”. “¿Qué tan al sur está todo eso?”. “Mucho”, aclaró, “hay que cruzar muchos ríos, muchos cerros y muchos mundos”. “¿Cómo se llama?”. “Jorge Franco”, dijo con su acento cantarín, “y yo también estoy buscando a Juan Rulfo”.

Las cuatro esquinas de la luna
En ese momento lo reconocí. Jorge Franco escribió Rosario Tijeras, Paraíso Travel y El mundo de afuera, entre muchas otras novelas. Él, ganador de premios como el Alfaguara y el Internacional de Novela Dashiell Hammett, también buscaba a Rulfo. La confesión me hizo sentir menos solo, pero hizo que la boca se me secara aún más. Si él, gran escritor, debía buscar a Rulfo, ¿qué esperanza podía tener yo?
   “En una época año con año hacía una lectura de Pedro Páramo”, dijo con tono tranquilo mientras enormes gotas de sudor salían de sus espesas cejas. “Esa obra de Rulfo es un portento y en cada lectura encontraba elementos diferentes y ahí, en ese libro tan pequeño, estaba todo lo que yo necesitaba aprender como escritor: El manejo del tiempo, que es mágico, magistral, porque rompe con lo tradicional, con los esquemas. El manejo del espacio —vivos conviven con los muertos—; el tono, porque es poético, pero no es meloso y sigue contendiendo todavía elementos muy reales en esa tonalidad. El hecho de ser poético no lo saca de ese entorno rural y real sobre todo, eso me parece que es muy importante sobre todo. En una lectura de ese libro hay mucho aprendizaje”*.
   “¿Y ya no lo lee?”, pregunté. “No, desde que llegué aquí no he vuelto a leerlo”, respondió, “aquí no se puede. Las palabras se borran del libro y las páginas en blanco terminan por atraparte en ese vacío silencioso e inefable que representan… aquí no se puede leer a Juan Rulfo”, insistió. “¿Por qué?”. “Inténtalo y verás”. “Saca tu libro de Pedro Páramo”, terció la voz. Iba a responder que no tenía uno cuando sentí en el bolsillo trasero del pantalón una forma rectangular que pedía, en un murmullo constante, ser retirada de donde estaba.
   “Pedro Páramo”, se leía en la portada. “Ábrelo y verás”, dijo Jorge Franco. Lo hice lentamente. La primera página apareció ante mí: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que…”, pero no pude seguir. El libro se calentó y empezó a sudar. Las palabras se convirtieron poco a poco en gotas de tinta negra que empezó a chorrear por el papel que no perdía su blanquísimo tono. “¿Lo ves?”, dijo Franco. “¿Por qué pasa esto?”, pregunté al aventar el tomo al suelo. “Porque estamos en la Comala que no era, pero no te preocupes, no eres el único que se equivocó…”. “¿Qué?”, pregunté sobresaltado, pero Jorge Franco ya no estaba. La banca que le servía de asiento hasta hace un instante ahora pedía a un nuevo ocupante. Se había quedado vacía.
   “¿Y ahora qué hago?”, dije en voz alta. “¿Por qué no caminas? A eso viniste”, respondió la voz. “¿De verdad me equivoqué de Comala?”, grité, pero ya no hubo respuesta.
   Mis pies me hicieron levantarme. Caminaba con determinación siguiendo el perímetro de la plaza aunque hubiera querido quedarme donde estaba, el calor, el hambre, la sed y la posibilidad de estar en una Comala que nada tenía para ofrecerme en mi camino hacia Rulfo hacían que la desesperanza me invadiera.
   Paso a paso avanzaba entre los fantasmas que parecían no darse cuenta de mi presencia, su existencia de ultratumba no reparaba en la mía que, según yo, era la única verdadera.
   Unos metros más adelante vi a un hombre alto, de tez blanca, barba y rapado que clavó su mirada en la mía. Caminaba con determinación y parecía tener prisa. Sus ojos pequeños y negros y la boca como un tajo estaban al centro de su cara redonda convertida en un manantial de sudor que reflejaba el Sol inclemente. Nos cruzamos, pasó a mi lado sin dejar de mirarme y siguió avanzando velozmente estrellando sus talones sobre el adoquín caliente de la plaza.
   “Detente”, dijo la voz, “ahora espera. Ten paciencia, todas las respuestas te serán dadas”. Decidí no preguntar nada, ella, la voz, no respondía a preguntas, ¿qué caso tenía hacerlas? Me distraje viendo a los fantasmas que transitaban por la plaza, el más allá parecía sentarles bien, sonreían, se besaban, comían…
   “Yo también soy hijo de Pedro Páramo”, escuché con fuerza mientras me sacudían por los hombros. Mi ensimismamiento terminó bruscamente. El hombre alto movía el tajo de su boca de manera imperceptible, pero su voz resonaba como si tuviera un megáfono integrado. “Soy hijo de Pedro Páramo y nieto de Juan Rulfo, porque Juan Rulfo es padre de Pedro y abuelo de Juan Preciado, ¿lo sabías?”. No respondí. Abrió cuanto pudo sus pequeños ojos y me volvió a zarandear. “No, no sabía”, dije, suponiendo que eso esperaba. “Tú también eres hijo de Pedro Páramo”, continúo. Las inflexiones de su voz eran acompañadas por apretones y palmadas en mis hombros. “Todo el que lee a Rulfo está condenado a ser hijo de Pedro Páramo, pero no a venir a Comala. Solo los más necios y los más afortunados o desafortunados, según lo quieras ver, tenemos que venir”. “¿Entonces esta es la Comala correcta?”, indagué. “No hay Comala correcta o incorrecta, solo existe y ya”. “¿Tú quién eres?”, me atreví a preguntar. “Yo escribo”. “Pregunté quién eres, no a qué te dedicas”. “Yo soy cuando escribo, si quieres saber mi nombre es algo diferente. Me llamo Ramón Valdés Elizondo y soy escritor”.
   Con una nueva zarandeada Ramón Valdés ayudó a que lo reconociera, era el autor de la novela Flor negra. “Soy fanático de Juan Rulfo, no puedo desvincularme de Pedro Páramo, para mí es lo máxima expresión de realismo mágico. Como lo dice Borges, la máxima condensación está en ese librito que cada vez que lo lees es una aventura nueva”*.
   Me dijo después que fue el deseo de una aventura más lo que lo había traído hasta aquí. “Bienvenido al limbo”. “¿Al qué?”. “Al limbo”, respondió alzando la voz, “aquí no se puede leer ni escribir, solo caminar”. Me soltó y siguió caminando hasta perderse entre los fantasmas que deambulaban por la plaza. Supuse que daría otra vuelta y nos volveríamos a cruzar, pero ya no lo volví a ver.
   “Camina”, dijo la voz. No era una sugerencia, como antes, sino una orden. Mis pies reaccionaron instintivamente y me llevaron a la siguiente esquina de la plaza. Otro par de blancas bancas frente a una fuente me estaba aguardando. Me senté, supe que eso tenía que hacer, y esperé.
   En esa esquina de la plaza había cuatro escalones que la separaban del suelo, uno a uno los subió un hombre blanco de barba castaña y ojos pequeños. Llevaba una chamarra de piel y una gorra igual de negra. La mirada amable tenía un dejo de cansando. Caminó directo a la banca que estaba libre y se sentó. La piel de su chamarra sudaba sin parar mientras él se esforzaba por limpiarla con un pañuelo blanco que tenía bordada con hilo rojo el nombre de Doloritas.
   “Estoy pagando mi insensatez”, dijo por fin. Sonreía a medias. “Hice lo que hice y ahora estoy aquí en este lugar al que tanto me resistí y que ya no podré abandonar. Tú debes saberlo ya, ¿no? Estamos condenados a permanecer”. “Yo solo vengo de visita”, anuncié, “vine a Comala a buscar a Juan Rulfo, si escribió sobre este pueblo debe estar aquí, ¿cierto? Aunque se haya muerto hace 30 años debe estar aquí”. “Y pensé que el imbécil era yo…”. “¿Cómo dijo?”. Guardó silencio.
   “Yo tuve una especie de reacción como alérgica, y muy imbécil, hacia Rulfo en la adolescencia”, dijo por fin sin dejar de limpiar el sudor de su chamarra, “porque todo el entorno endiosaba a Rulfo y me quería obligar a leer a Rulfo y a trazar mi comprensión de la literatura a partir de Rulfo porque, desde luego, Rulfo es el gran autor de la narrativa mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Creciendo en Guadalajara la escuela, los talleres, los medios, la academia… todo estaba centrado en torno a Juan Rulfo y yo cometí la excentricidad de ser la única persona que no había leído los libros de Rulfo y ya había publicado libros. Hasta que supongo que tuve el rapto de lucidez de entender que aquello era una estupidez, un prejuicio, y de sentarme a leer a Rulfo y de redescubrir, puesto que había tenido que leer cosas de Rulfo de mala gana, a un autor sensacional. En este momento lo que tengo por Rulfo es una admiración enorme y creciente”*.
   “¿Usted también es escritor?”, pregunté. “Sí, lo soy. Y tengo un hermano poeta”. “Es el tercer escritor que me encuentro aquí”. “Habemos más”. “¿Cómo se llama usted?”. “Me llamo Antonio Ortuño y soy de Jalisco, pero también de España. Escribo México con jota y admiro a Juan Rulfo, por eso tengo que estar aquí para siempre”. “¿Entonces esta es la verdadera Comala?”, insistí en saber. “No lo sé”, respondió. Iba a preguntarle cómo era que no sabía, pero en ese momento noté que empezaba a borrarse a sí mismo con cada pasada del pañuelo sobre su chamarra. Poco a poco limpió el sudor y gradualmente desapareció con él.
   “Camina, a eso viniste”, sentenció la voz otra vez. “Ve al centro de la plaza, tienes que ver el kiosco”. Automáticamente me empecé a mover. Un adornado y blanquísimo octágono dominaba el centro de la plaza. En uno de sus lados había una escalinata en la que estaban jugando un par de niñas. Una de ellas tropezó y rodó la mitad de los escalones hasta donde estaba la otra que la detuvo y la ayudó a levantarse. “Gracias”, dijo la primera entre sollozos. “Por nada”, respondió la otra, “me llamo Susana, ¿quieres jugar?”. “Sí, yo me llamo Dolores”. Subieron corriendo al kiosco, se tomaron de las manos y empezaron a girar entre risas.
   “Avanza”, indicó la voz. Mis pies obedecieron y me llevaron a la esquina opuesta de en la que me encontré con Antonio Ortuño. Otro par de bancas en combo con una fuente de agua verdosa me esperaba. Me senté en una e intenté remojarme los labios, pero solo pude paladear la sed que me arañaba desde la garganta hasta lo más hondo del cuerpo.
   “Ellos creen tener el poder, pero el verdadero poder está en las palabras”, dijo un hombre moreno de ojos entrecerrados y boca grande que estaba sentado en el brocal de la fuente mientras señalaba el Palacio Municipal de Comala. “Las palabras de Rulfo son las que están llenas de ese poder capaz de crear y destruir hasta la raíz”. “Usted es escritor”, le dije. “Sí, lo soy. Escribí Las venas del Yuma, me llamo Miguel Ángel Pulido Jaramillo”. “¿Qué es el Yuma?”. “Un río colombiano que recorrí en un barco para poder escribir mi novela”. “¿Un río peligroso?”, pregunté. “Comparado con este lugar no es nada. Hubiera preferido nadarlo entero en lugar de estar aquí”. “¿Cómo llegó a Comala?”. “¿Qué es Comala?”, preguntó con el ceño fruncido.
   “Rulfo es la tierra, la tierra fértil que produce el chile, que produce la patata, que produce al mexicano, que produce al mexicano en su más esencial expresión”, dijo mientras su labio inferior sudaba profusamente Lo veía lamerlo en un intento de parar el flujo, pero no podía tragar esa agua salada que manaba con cada palabra que decía. “Rulfo logró mostrarnos la esencia pura del México que no se ve y que no se va a ver por un turista, sino el México que vive (…) eso es Rulfo. Logra conmover con unas historias tan simples que traspasan el alma, te golpean el alma… eso es Rulfo”*.
   “¿Y usted qué es?”, pregunté un instante después. “¿Yo? No sé, desde que llegué aquí no he parado de caminar, estoy cansado… pero debo seguir”, dijo y se levantó, caminó entre los fantasmas de la plaza, cruzó la calle hacia los portales y se quedó viendo a alguien que tomaba una cerveza.
   Sin que la voz lo ordenara mis pies supieron qué hacer: Caminar. Avanzaron hasta la esquina de la plaza que no había visitado, casi enfrente de la puerta de la iglesia que el ángel me había prohibido visitar. Llegué y ocupé la única banca disponible. La otra, blanca también, estaba ocupada por un hombre de pierna cruzada y mirada perdida en el horizonte. Frente a él estaba un niño con la cara apoyada en la mano izquierda que, al ver que me sentaba con la derecha me hizo una seña para que no hablara. “¡Shhhhh!”, dijo, con el índice sobre su boca. 
   “Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno es mi nombre, no solo Juan Rulfo, como dice en esta placa”, empezó a decir el hombre, “Nací en Apulco que pertenece a San Gabriel que pertenece a Sayula y cuando murieron mi abuelo, mi padre y mi madre estuve en un orfanato en Guadalajara donde aprendí a deprimirme, ahí me aplacaron bastante”**. Guardó silencio mientras encendía un cigarro.
   “¿De verdad es Juan Rulfo?”, pregunté. “Eso dice en la placa”. “Ya había perdido la esperanza de encontrarlo. Vine a Comala porque me dijeron que acá lo podía encontrar, maestro”. “Te dijeron mal, Comala no existe, por lo tanto no me podías encontrar acá”. “Pero estoy hablando con usted”. “Estás hablando con un Juan Rulfo de bronce, soy yo pero no soy yo”. “Ya no entendí”. “École, de eso se trata. Mi novela Pedro Páramo hay que leerla tres veces para entenderla, también tardarás en entender lo que aquí pasa”. “¿Cuánto tiempo?”, insistí. “No lo sé. Fíjate en mi biografía: Estudié contabilidad, después fui agente de inmigración, recaudador de rentas y vendedor de llantas, fue hasta que tenía casi 40 años de edad que publiqué Pedro Páramo. Todo toma tiempo”.
   “¿Entonces sí estoy en la Comala correcta? No me importa esperar, solo quiero saber que estoy esperando donde se debe”, dije. “Esto no es Comala”. “¿No? Pero si ahí dice ‘Comala. Pueblo Mágico’”, insistí. “Ese letrero es como esta placa, dice Juan Rulfo, pero yo no soy Juan Rulfo, soy solo un reflejo de Juan Rulfo”. “¿Entonces este pueblo es un reflejo de la Comala de su libro?”. “No, la literatura no es reflejo de la realidad, es otra realidad. Yo recreé las cosas, las inventaba y las hacía nuevas por completo. Nada de lo que escribí existe más allá de la tinta y el papel”.
   “¿Por qué habla conmigo? A usted no le gustaba mucho hablar”. “Porque solo soy un reflejo de Juan Rulfo, el verdadero murió hoy hace 30 años en la Ciudad de México. El corazón le falló a las ocho de la noche. Estaba solo en su estudio cuando de una copia de Pedro Páramo salió Abundio, cuchillo en mano, y se lo enterró en el pecho. No salió sangre, salió tinta revuelta con tierra”. “¿Qué pasó después?”, pregunté. “A Juan Rulfo lo cremaron y a mí me fundieron para luego traerme aquí”. “¿Por qué no se va?”. “No puedo… tampoco quiero, ya he aprendido a vivir con la soledad”.
   Repentinamente todo se sumió en una oscuridad ineludible. Estuve parpadeando desesperado, mis ojos parecían peces boqueando fuera del agua intentando no ahogarse por la falta de luz, finalmente los cerré fuertemente y pude ver. La ventana del navegador estaba en negro con un mensaje que decía: “Su sesión de Google Maps se ha cerrado, para volver al Street View de Comala, Colima, presione F5”. El reflejo que me devolvió la pantalla de la computadora era el de mi cara en la que las marcas que dejaron las teclas eran idénticas al patrón del adoquín ardiente de la plaza de Comala.

*Estas declaraciones son reales y fueron recogidas en entrevistas ya publicadas o próximas a publicarse en el diario PROVINCIA
**La conversación de Juan Rulfo está basada en declaraciones que el escritor dio a Joaquín Soler Serrano en la entrevista realizada en 1977 para Televisión Española


Foto: Tomada de http://www.espanol.rfi.fr/



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