Comentario sobre el libro Dos veces única

La fiera

Para usar el lugar común, detrás de cada hombre hay una gran mujer. Detrás de Diego Rivera, el gran hombre del nacionalismo en la plástica mexicana, hubo —además de las incontables amantes— cuatro: Angelina Beloff, Lupe Marín, Frida Kahlo y Emma Hurtado. Fue la segunda quien se autoproclamó como ‘La Única’.
   Amiga, a su manera, de los Contemporáneos; celebrada cocinera y modista; amante de Francia y lectora incansable de Dostoievski, además de sui generis conductora de televisión, Marín —la única con la que Rivera se casó por la Iglesia— es hoy una figura por pocos conocida, sin embargo, su nombre y su vida marcaron una época.
   Un retrato descarnado y a la vez increíblemente jugoso, como las frutas frescas que le gustaba devorar, de Lupe Marín es lo que ofrece Dos veces única (Seix Barral) el más reciente libro de Elena Poniatowska quien luego de publicar la biografía de su marido Guillermo Haro, con el título de El universo o nada, cumple la promesa de escribir sobre la fiera de ojos verdes que dio dos hijas al coloso de los monotes.
   Poniatowska, en una entrevista televisiva concedida en 2013 al programa Palabra de autor de Canal Once, declaró su interés en abordar, con su peculiar estilo, la vida y obra de Marín, por quien dijo tener fascinación. Ahora la novela es una realidad y, presentada el miércoles pasado en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, es una deuda saldada.
   El tomo, de 405 páginas y 50 capítulos, es un extenso recorrido no solo por la vida de Lupe Marín sino por la historia de México, país al que ‘Elenita’ llegó con apenas 10 años de edad y al que, según ha dicho varias veces, se ha empeñado en descubrir y documentar.

Los gigantes
La historia de Lupe Marín tiene su génesis en el encuentro con Diego Rivera. Fugitiva de Zapotlán El Grande, viajó a la capital del país con el único propósito de conocerlo y casarse con él. En pleito eterno con su madre y sus hermanas quería ganarles la partida a todas y demostrarles que ella, alta, delgada y morena en una familia de gorditas, chaparras y blancas, no solo era distinta sino tan especial como para conquistar al hombre más influyente de México.
   Julio Torri fue el vínculo entre el gigante de la plástica que pintaba monotes, como los llamaba entonces el pueblo, en las paredes de los edificios públicos y la gran mujer —por estatura y alcances— que estaba dispuesta a devorarse a Diego y a la batea de frutas que inmortalizaba con sus pinceladas.
   El apetito de Lupe sedujo a Rivera quien, prendado desde el primer mordisco, cayó a los pies de esa diosa mexicana de mirada artera, lengua filosa y crítica feroz que lo llenaba con su vitalidad y su arrojo.
  El torbellino de ojos verdes pasó de fuerza vital a vendaval destructor y luego de seis años y dos hijas —Lupe y Ruth Rivera Marín— el matrimonio entre Diego y Lupe terminó, no así su vínculo que, más que en sus herederas, tenía su base en la reconocida y cómplice monumentalidad de sus voluntades y caracteres.
   Diego Rivera, narra Elena Poniatowska, nunca le negó nada a Lupe quien siempre encontró en él el apoyo moral, pero sobre todo económico, que necesitó.
   A la muerte de Rivera, Lupe no era legalmente la viuda pero sí la única mexicana que le había dado descendencia al maestro por lo que nuevamente el status, ahora post mortem, del muralista siguió cobijando a la jalisciense de los ojos verdes durante su larga no viudez.
El binomio Diego-Frida parece ahora indisoluble, sin embargo, descubrirá el lector que el pegamento que lo unió fue, en buena parte, aportado por Lupe Marín.

Coatlicue
En toda madre está presente la dualidad de la vida y la muerte. Pare a sus hijos y les permite existir pero ese ser y estar penden de un hilo frágil: la buena relación que exista entre una y otros.
   Lupe Marín fue un caso ejemplar de lo anterior. Fue la única mexicana, sí, que dio descendencia a Diego (Angelina Beloff, rusa, le dio una hija con la que el muralista nunca tuvo relación), pero así como les dio la vida también las sepultó con su férrea y no siempre fácil filosofía de vida cuando apenas empezaban a respirar. La maternidad no era su prioridad y tampoco algo que tuviera claro cómo vivir ya que con su propia madre nunca se pudo entender.
   Esa fecundidad tóxica y terrible, generosa y a la vez voraz —así como la de Coatlicue (diosa de la fertilidad, patrona de la vida y de la muerte)—, fue el sello indeleble que Isabel Preciado estampó en su hija Lupe Marín, quien a su vez ‘marcó con fuego’ en la frente de Lupe y Ruth Rivera que a su vez tatuaron en la siguiente generación de Riveras: Juan Pablo Gómez, Diego Julián López, Ruth María Alvarado, Pedro Diego Alvarado y Juan Coronel.
  La maternidad malvada de Marín tiene un capítulo aparte llamado Antonio Cuesta Marín. La exesposa del más grande muralista de México, una vez divorciada de este, sintió la necesidad de encontrar otro hombre capaz de mantenerla en el estatus de única, fue así que el amor que Jorge Cuesta —poeta, químico y crítico literario integrante de los Contemporáneos— le declaraba en arrebatadas y febriles cartas terminó por hacerla tomar una decisión: se casaría con él.
   Sus hijas estuvieron nuevamente presentes como mera comparsa en ese segundo matrimonio que empezó en armoniosa espiral y terminó en temible hoyo negro. De esa nueva hecatombe amorosa resultó Antonio Cuesta Marín, el único hijo de Lupe a quien esta declaró, en varias ocasiones, odiar.
   Jorge Cuesta —quien se suicidó en 1942— fue considerado durante mucho tiempo poeta maldito y su principal obra Canto a un dios mineral es aún hoy poco conocido. La maldición del vate veracruzano cayó después, sin paliativo alguno, en su hijo que fue repudiado lo mismo por su madre que por sus medias hermanas quienes mantuvieron con él una relación tolerancia-odio.
   En buena medida el trágico final de Jorge Cuesta, que lo relegó al olvido durante décadas, se debió a La única, el libro que publicó Lupe Marín en el que, con la imperiosidad y maledicencia con la que hablaba, puso por escrito su versión de los hechos sobre las relaciones y divorcios vividos con sus dos exmaridos. Fue Jorge, relata Poniatowska en Dos veces única —clara referencia al infame tomo— el que quedó peor parado y ese fue su primer paso hacia el despeñadero.
   La narración que hace ‘Elenita’ sobre la vida de Lupe Marín y todos quienes tuvieron relación con ella para bien y para mal, resulta obsequiosa en detalles sin caer en una erudición forzada y aburrida. El estilo literario de la ganadora del Premio Cervantes es por todos conocido: crea una historia con un marco histórico cuyos intersticios son cuidadosamente rellenados y sellados con diálogos deslumbrantes y poéticas anotaciones sobre las situaciones descritas.
   El caso de Dos veces única no es la excepción y además de una larga lista de entrevistados (la entrevista fue el género periodístico en el que se inició Elena Poniatowska en la década de 1950 y que le permitió darle forma a su muy celebrada La noche de Tlatelolco) al final del tomo se enumeran numerosas fuentes bibliográficas a las que acudió la autora.
   “¿Por qué una novela?”, declara Elena en un texto introductorio, “Porque todas las respuestas de los entrevistados apuntaban a un relato fantástico, y porque tanto Dos veces única como Leonora o Tinísima pueden ser el punto de arranque para que un verdadero biógrafo rescate la vida y obra de personajes fundamentales en la historia y en la literatura de México”.
   En el relato apasionante y fantástico que resulta de la vida de Lupe Marín el rigor biográfico queda en segundo plano, después de todo la historia de alguien, sea narrada en primera o tercera persona, siempre tiene que pasar por el tamiz de la memoria que es, como ya se sabe, selectiva y por lo tanto traicionera.



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