Comentario sobre el libro La corte de los ilusos
El imperio de las quimeras
De todas las quimeras a las que nos enfrentamos en la
vida quizás la más difícil de detectar es la del nacionalismo.
¿Qué nos hace ser mexicanos? Fue una de las preguntas que
intentaba responder la autora Rosa Beltrán cuando empezó a escribir La corte de
los ilusos. Estaba en Estados Unidos estudiando un postgrado y —ha dicho en
entrevistas televisivas— ante la constante pregunta de: “¿De dónde eres?”
terminó por preguntárselo a sí misma.
Con esa duda en mente y luego de investigar y leer
documentación referente al siglo XIX mexicano inició el proceso de creación de
una obra que —ha declarado también— le cambió la vida.
En 1995, La corte de los ilusos ganó el Premio
Planeta/Joaquín Mortiz de Novela y con ello la historia de Agustín de Iturbide,
consumador de la Independencia nacional originario de Morelia y primer
gobernante de la recién nacida nación, quedó inmortalizada en el ámbito
literario.
El título del tomo hace referencia directa a quienes
acompañaron al primer emperador de México en una empresa que se antojaba eterna
y que duró menos de un año: gobernar al país. Pero quizás no hayan sido ellos
los únicos ilusos, sino todos los recién emancipados mexicanos quienes ante la
falta de un virrey quisieron tener un monarca propio y decidieron proclamar a
Iturbide como soberano.
Casi 30 años antes se había proclamado la república en
Francia, pero esa forma de gobierno, aunque tenía partidarios, no fue la
elegida en 1821 cuando luego de 11 años de batallas y enfrentamientos, el
movimiento independentista iniciado por Miguel Hidalgo llegó a su fin de la
mano de Iturbide y Vicente Guerrero luego de su abrazo en Acatempan. Meses
después se dio la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México y esa
cabalgata festiva fue uno de los primeros pasos del nacido en Morelia con rumbo
a su efímero trono.
¿Qué nos hace ser mexicanos? Es una pregunta que aún hoy
es difícil de responder, así que en 1821, recién separados de la corona
española y sin consenso entre los nuevos ciudadanos, dar una contestación
certera era imposible.
De letras y palabras
El diccionario de la Real Academia Española (RAE) señala
que quimera es: “Aquello que se propone a la imaginación como posible o
verdadero, no siéndolo”. En las páginas de La corte de los ilusos Rosa Beltrán
recrea con maestría ese imposible imperio mexicano que se instauró en los
albores del país.
La quimera de la literatura —que se forma con letras,
palabras y una profusión de páginas para dar volumen— encuentra en la primera
novela de la autora capitalina uno de sus más celebrados ejemplos. Hace 20 años
de su publicación, pero bien podrían ser 100 y la historia y su tratamiento
seguirían vigentes.
En la primera página del libro el lector se encuentra con
las elucubraciones de madame Henriette, la modista francesa que ha trabajado
con los Iturbide en Valladolid desde que Agustín Cosme Damián era un niño. Fue
ella quien lo vistió durante su infancia y adolescencia. Fue ella quien lo hizo
lucirse con su traje militar y ahora esas mismas manos se disponen a crear una
confección por demás importante: el atuendo con el que Agustín recibirá la
corona de México.
La ya anciana mujer está enfocada en hacer una propuesta
original que, sin embargo, no convence a Ana María Huarte, la futura emperatriz,
quien decide que madame Henriette debe basarse en los trajes que llevaron
Napoleón Bonaparte y su esposa Josefina el día de su coronación. ¿Qué mejor que
calcar adornos y modos de un verdadero imperio para iniciar el propio?
Una lección
Sin ser panfletario y casi sin proponérselo, Rosa Beltrán
da al lector de La corte de los ilusos una lección de historia de México. En
las páginas del libro desfilan, entre humores e ironías, personajes históricos
olvidados y otros no tanto, cuyo actuar influyó para bien y para mal en la
concepción —interna y externa— que se tiene del país a casi 200 años de
consumar su Independencia.
La novela de Beltrán es además un deleite literario y un
gran experimento narrativo bien salvado en el que en la misma página el lector
puede estar tanto en Valladolid, como en Veracruz sin dejar su sitio en la
Ciudad de México.
Página tras página el tomo es un viaje no solo a la
historia, sino también a la humanidad de quienes la han escrito. Se atestigua
el proceder del emperador en el Congreso y en las reuniones con su Corte, pero
también en la intimidad de su hogar donde se permite tener todas las dudas que
un gran gobernante jamás debe externar en voz alta y mucho menos en público.
La única incomodidad que resuena por todo lo alto es la
princesa Nicolasa, hermana del emperador, quien a sus 60 años de soltería y con
algunos rasgos de demencia senil, se empeña en vivir en una ensoñación aún
mayor de la que resulta ser el propio imperio. Es ella quien le abre la puerta
a uno de los detractores de su hermano: Antonio López de Santa Anna, quien,
opuesto a la monarquía, terminará por instaurar la República en México años más tarde.
Nicolasa vive un amor febril, y por ser febril resulta en
desvarío total, por el entonces brigadier Santa Anna, quien en realidad debe
esforzarse poco para echar a andar la imaginería amorosa de la princesa que
vive el quimérico cortejo con la intensidad de la que solo un iluso es capaz.
Y aunque resultaba en un miembro incómodo para la Corte,
emperador y princesa, hermano y hermana, terminan teniendo, descubrirá el
lector, mucho más en común de lo que pensaban. Ella se ilusionó ante la
posibilidad de no morir soltera, él, ante la idea del poder que lo arrojó a una
muerte repentina y por demás desconcertante.
El destino entrelazado de los hermanos es presentado con
maestría por Beltrán quien, emulando la orgánica complicación del bordado
floral de un brocado, urde con sus palabras una narración en la que se enlazan
las ensoñaciones de una y el delirante destino final del otro.
Si Iturbide fue el primer jefe del Estado Mexicano ¿qué
tanto le debemos a él de la actual concepción del mexicano?, ¿pudo influir?, ¿o
su legado se dejó de lado como su memoria? Si la historia la escriben los
vencedores, ¿en qué lugar quedó él, que lo fue, y que después se convirtió en
vencido?
Ilusión y quimera van de la mano. Así como las joyas
imperiales que se lucieron en la procesión el día que coronaron a Agustín I
eran mayormente de imitación y en su conjunto no sumaban más de 7 mil pesos
—cifra mínima para la corona y centro de un monarca y su esposa—, las versiones
oficiales de la historia resultan también llamativas pero quizás si nos fijamos
a detalle no sean más pedazos de cristal en lugar de diamantes.
La corte de los ilusos entretiene página tras página,
pero su mayor atributo es justamente que hace reflexionar sobre el tema que
ocupaba a su autora cuando lo escribió: ¿Qué hace al mexicano? Las repuestas
serán tan variadas como lectores tomen el libro, lo único que tendrán en común
es que todas son quiméricas pero sin duda necesarias para poder habitar la gran
quimera llamada México.
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