Reseña sobre el libro Alabardas

Armado con palabras

Hay noticia de muchos casos en los que, cuando el final de la vida se vislumbra cerca, quien tiene tiempo y medios busca, en un último mensaje o llamada telefónica, ponerse en paz con quien había peleado o decir “te quiero” por última vez, a quien se lo ha dicho muchas veces o quizás por primera vez a quien en incontables ocasiones no se atrevió a hacerlo.
   Pero cuando el final que se vislumbra no será en un plazo perentorio, las reacciones —aunque muy similares en esencia a las anteriores en la mayoría de ocasiones— son distintas, se tiene tiempo para más de una llamada de unos minutos, pero se corre contrarreloj si es que se quiere emprender una acción que demande más esfuerzos.
   ¿Qué haría usted?, ¿tramitaría tarjetas de crédito y las usaría a ‘reventar’ para darse un último vacilón? —como mucho se ha visto en películas—, ¿o aprovecharía ese margen temporal para decir los “perdón” y los “te quiero” necesarios para una partida en paz? ¿Escribiría algo? Una carta, o tal vez se grabaría en video para dar sus últimas instrucciones.
   Ante esta disyuntiva planteada también estuvo el escritor ganador del Nobel de Literatura de 1998, José Saramago. Diagnosticado con una leucemia crónica que acabó con su vida en 2010, el autor siguió haciendo lo que tan bien hizo durante décadas: escribir.
   Saramago murió el 18 de junio de 2010, el año anterior publicó su novela Caín y el 15 de septiembre de 2009 hizo una nota de trabajo en su computadora que decía: “Es posible, quién sabe, que quizá pueda escribir otro libro”. Ante la muerte, que no admite intermitencias, el escritor decidió seguir por su senda: la literatura y, a través de ella, dejar (tal vez, como el mismo era consciente) otro libro que añadiera a su lucha por el regreso a la ética, desde la palabra escrita.
   El resultado de ese esfuerzo que sería el último de un hombre enfermo pero lúcido, está disponible ahora a través de la editorial Alfaguara y se titula Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, la novela inconclusa del nacido en Azinhaga, Portugal.
   El tomo —en una edición elegante de pasta dura y que oscila en la tricotomía del blanco, rojo y negro— se compone de los primeros tres capítulos de la novela, en su versión corregida por el autor, que se acompañan por las notas de Saramago, textos de Roberto Saviano y Fernando Gómez Aguilera, así como por las ilustraciones de Günter Grass.

El contenido
Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas hace referencia a dos armas: la primera es una enastada de astil de madera de unos 2 metros de longitud que data del siglo XII y que tiene en su ‘cabeza de armas’ una punta de lanza como peto superior, una cuchilla transversal con forma de hoja de hacha por un lado, y otro peto de punza o de enganchar más pequeño por su opuesto, mientras que la segunda, un arma de fuego de entre los siglos XIV y XVI. El título fue tomado, según propia nota del autor, de la tragicomedia de Gil Vicente Exhortación de guerra.
   En los primeros tres capítulos de la novela, como en todas las de Saramago, hay una exposición clara, precisa y profunda de sus personajes principales.  Los rasgos, las motivaciones, los desánimos, los vicios y preocupaciones están ahí y hace la vez de gancho con el que el lector se queda inmediatamente atrapado.
   Los protagonistas de este caso son Artur Paz Semedo y su cuasiexesposa Felicia. Uno trabaja en una fábrica de armas, la otra es pacifista. Uno es un empleado callado y metódico, la otra irónica y escéptica. Uno tiene una relación casi orgásmica con las armas —aunque nunca ha disparado una— y la otra se cambió el nombre para no ser asociada con una famosa arma de la Primera Guerra Mundial. Ante ese panorama no quedaba otro camino que la separación, y aunque ya no viven juntos legalmente aún son marido y mujer.
   Por lo que se puede leer en los primeros tres capítulos del libro, Artur Paz Semedo —cuyo nombre se menciona completo en cada ocasión— lleva una existencia rutinaria y casi anodina con un único sueño largamente acariciado: llevar la contabilidad de la división de armamento pesado en la fábrica que trabaja y dejar la de armamento ligero y municiones.
   Como ya se dijo tiene una predilección por las armas y se emociona casi al punto del desmayo cada que asiste a la demostración de algún nuevo artefacto diseñado por Producciones Belona S.A., la empresa que le permite una vida tranquila pero que contribuyó a su separación matrimonial.
   Pese a lo anterior, Artur Paz Semedo no se plantea en ningún momento dejar su trabajo y mucho menos cejar en el celo y el rigor con los que realiza sus labores, sin embargo un planteamiento realizado por su cuasiexesposa lo lleva a querer ir más allá de eso. 
   La relación inacabada entre Artur y Felicia hace que se genere algo nuevo para ellos dos como principales involucrados y también para otros personajes como el consejero delegado de Producciones Belona S.A. y los encargados del archivo de la empresa. 
   ¿En qué acabará esa renovada relación entre Artur y Felicia? Saramago lo tenía claro: “Con un sonoro ‘Vete a la mierda’, proferido por ella. Un remate ejemplar”, según dejó anotado el propio escritor. Lo que ya no podremos saber es qué pasó antes de ese incuestionable final.

Micro y macro
La obra de José Saramago se caracteriza por su profundo sentido social. En sus libros podemos encontrar una crítica a los males que aquejan al mundo y a sus individuos: la falta de ética, la violencia, la corrupción y el temor a lo diferente.
   En Alabardas se vislumbra un conflicto de ética; más allá de la clara desavenencia de intereses que tienen Artur y Felicia, la narración plantea en sus tres capítulos lo siguiente: ¿cómo alguien que trabaja para una fábrica de armas puede considerarse un buen ciudadano? Esto no en un plan simplista de asociación directa al ‘mal’ por su labor ligada a una empresa con innegables nexos bélicos, sino por la capacidad de abstraerse y dejar de ver el impacto macro que tienen las acciones micro.
   Artur Paz Semedo nunca ha llegado tarde a su trabajo, es diligente y formal, respetuoso, entregado a su labor, disciplinado, tiene una relación cordial con sus subordinados y un departamento a su cargo que funciona sin fallo alguno. Un par de veces a la semana cena fuera de casa, saluda a los comensales, va al cine y en absoluto silencio ve la película que lo emociona y lo influye para bien o para mal. Es, en suma, un buen ciudadano, un buen trabajador y un marido no ideal pero sí respetuoso de la decisión de irse tomada por su cuasiexesposa.
   Sin embargo, todo lo anterior tiene como medio y fundamento a la violencia, una de la que Artur Paz Semedo se siente totalmente ajeno dado que nunca —y a pesar de que la emoción casi lo hace desfallecer cuando está presente en las pruebas de armamento pesado— ha disparado un arma en su vida.
   Su día a día, lleno de rutina, aunque está lejos del sonido de las metrallas está muy cerca de sus consecuencias: la muerte, el desplazamiento, el dolor y la desdicha que causan los disparos realizados en cualquier conflicto bélico sin importar el bando que los realice. Por supuesto habrá unos que son ‘los buenos’ y otros que son ‘los malos’, y aunque los motivos de unos serán mejor entendidos que los de los otros, el resultado es el mismo: la muerte y la destrucción.
   Los tres capítulos de Alabardas son un alegato inacabado pero deslumbrante contra el cinismo y la falta de autocrítica con la que se vive y que puede aplicar a todos sin importar que no nos llamemos Artur Paz Semedo y sin que haga falta que trabajemos en una fábrica de armas. ¿Nuestra existencia es ética y coherente, o detrás de la máscara de buen ciudadano hay un francotirador esperando el momento idóneo para jalar el gatillo?

La gráfica
Mención aparte merecen las ilustraciones de Günter Grass. El libro de un Nobel traducido en imágenes por otro Nobel resulta una combinación irresistible e interesante per se, que, con la reciente muerte de Grass, se reviste de un interés mayor y de cierto morbo en el peor de los casos.
   El autor de El tambor de hojalata estudió dibujo y escultura entre 1948 y 1956, por lo que no es de extrañar su capacidad con la gráfica. De hecho, en una visita que realizó a México concedió una entrevista a Silvia Lemus (viuda de Fuentes) y señaló que de sus trabajos narrativos realizaba dos o tres versiones antes de decidirse por la final y que durante ese proceso, sus manuscritos se veían poblados por dibujos en un impulso creativo que iba más allá de la palabra.  
   En el caso de Alabardas, el trabajo de Grass resulta idóneo para esa atmósfera de oscuridad no declarada que asedia al protagonista. Las creaciones del nacido en Danzig tienen trazos cortos y constantes que entre sombras duras e ineludibles dibujan rostros amenazantes, siluetas alargadas quizás por la luz trémula de los callejones atravesados en la huida, hombres en combate y un lobo que brinca ágil sobre una ciudad en ruinas a causa de los bombardeos.
   Grass blandió su grafito y lo usó para apalear no un tambor de hojalata sino las páginas en blanco que habrían de acompañar a un —por extraño que suene— antibélico e inacabado grito de guerra.

El primero después del adiós
En 2011 se publicó el primer libro inédito de José Saramago, se llamó Claraboya, una novela que terminó de escribir cuando tenía 30 años de edad y que, desdeñada por la editorial a la que la mandó, nunca vio la luz. Años después, ya cuando Saramago era un prestigiado escritor, la empresa estaba interesadísima en publicar la historia, sin embargo el autor decidió que sus herederos definieran el destino de esa lejana trama después de su muerte. El resultado ya se sabe, un año después de su partida física el tomo estuvo disponible en librerías 



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