Reseña del libro Ese príncipe que fui
Desplumar a la realeza
La narrativa tiene el poder de llevarnos a donde quiera.
Ya lo ha hecho, Verne dejó al lector en un bello y caótico centro de la Tierra;
Orwell a merced de un omnipresente Gran Hermano y Rulfo en la fantasmagórica
Comala. Considero que una buena novela es insuperable para hacernos parte de
una historia y un lugar, para hacernos vivir dramas, tragedias y grandes
amores, sin embargo, también creo que hay algo de cierto en la siempre
cuestionada frase: “La realidad supera a la ficción”.
Esta última sentencia se convirtió en axioma cuando tomé Ese
príncipe que fui, el más reciente libro del periodista y escritor Jordi Soler,
publicado por Alfaguara. El tomo, en apenas 231 páginas, es capaz de llevar a
quien recorra sus páginas a la Tenochtitlan asediada por Cortés, pero también a
un pueblito casi perdido en la Sierra del Cadí en España sin dejar de lado su
paso por Huejotzingo, en Puebla y Motzorongo, en Veracruz.
Hay historias que no requieren del artificio de la novela
y esta es una de ellas. Soler consigna en sus folios, por medio de una crónica
riquísima, la vida de Federico Grau Moctezuma, el último descendiente de la
princesa Xipaguazin, una de las hijas del emperador Moctezuma quien, no se sabe
si raptada o por voluntad, terminó sus días en Toloríu, España, como esposa de
don Juan de Grau, uno de los oficiales del conquistador de México. Cuenta la
leyenda que con Xipaguazin, bautizada como María, iba una buena parte del
tesoro de su padre —otra vez la duda, no se sabe si robada o como dote—, y fue
por ese detalle que Soler se enteró de que ahí, en lo más recóndito de la
Sierra catalana había iniciado, hacía 500 años, una dinastía que se mantenía
con vida.
El encuentro entre Soler y Federico —el último de una
saga que mezclaba la baronía española con la nobleza azteca—, se dio primero
por referencias. Un artículo periodístico lo hizo consciente del increíble
viaje de Xipaguazin y la posibilidad de que el milenario oro mexicano estuviera
enterrado en alguna ladera del Pirineo español. Con eso mente, durante un año
se dedicó —detector de metal en mano—, a recorrer el bosque de Toloríu con la
esperanza de encontrarse con ese tesoro. Cuando la búsqueda se adivinaba
infructuosa dio con un hallazgo que a la larga probaría ser mucho más generoso
que el codiciado metal: Federico Grau Moctezuma.
El viaje
Una mujer loca de nostalgia o de tristeza corre sin
concierto por las calles oscuras y brumosas de Toloríu. No se trata de
cualquier mujer, su aspecto y desconcierto no permiten adivinarlo a simple
vista pero su séquito no deja lugar a dudas: es alguien importante, si no lo
fuera no generaría tal conmoción al salir de su casa a tales horas de la
madrugada. Ella, morena y bajita, va seguida por hombres y mujeres de sus
mismas características abrigados a duras penas y padeciendo un clima para el
que no nacieron. La lealtad pesa más que el cansancio y no la dejan sola, pero
un peso sobre otro puede acabar con la determinación de cualquiera.
La anterior es la génesis del relato de Soler y de la
saga familiar que 500 años después le daría material para continuar con su
carrera literaria. Ahí, en ese pueblo español casi insignificante nació el
mestizaje. Hijo de español y azteca, arrancó con Juan Pedro de Grau Moctezuma
la mezcla racial que daría identidad a un país entero que, sin embargo, nunca
conoció. Tampoco ninguno de sus muchísimos descendientes quienes de hecho
llegaron al siglo XX casi deseando librarse de su parte genética venida de
ultramar. Así hasta que tocó el turno de Federico al frente del apellido y la
menguada fortuna familiar.
Así como Soler no esperaba encontrarse con ese príncipe
sin reino, el propio Federico Grau Moctezuma supo de su origen y de su mítica
antepasada Xipaguazin por medio de una fuente improbable, pero para él digna de
confianza. Al saber que la “M.” con la que firmaba su padre era el vestigio de
una nobleza azteca que se habían empeñado en borrar, él decidió hacer todo lo
contrario y ahí mismo, entre confesiones inesperadas y humaredas de copal, creó
la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca.
Ahí empezó el final de lo que había iniciado en el siglo
XVI: la toma de conciencia de un origen desdeñado pero que se antojaba ilustre
—y lustroso como el oro—, fue también la génesis de un lucrativo negocio cuyo
balance, años después, resultaría negativo.
Federico, en su papel de príncipe azteca, primero causó
gracia y hasta pena entre la nobleza de la España franquista, pero una vez que
el dictador se rindió a la fastuosidad de su capa de plumas todos los que
formaban su círculo y, sobre todo, los que querían ser parte de este, repararon
en la prestancia de ese noble de ultramar que por no tan módicas cantidades les
vendía títulos de una corona malograda, 500 años atrás, a sangre y fuego por
Cortés y sus hombres. Pero poco importaba eso, el nombramiento era lo
sustancial aunque este careciera de toda sustancia.
Federico Grau Moctezuma, príncipe que por derecho propio
había sido y era, empezó a vivir una bonanza con la que, aunque aumentaban sus
bonos, empezaba una cuesta abajo que de palacetes y mansiones lo llevaría hasta
una choza destartalada en la que acabaría sus días.
El regreso
Federico Grau Moctezuma tenía un, aunque ilustre, muy
remoto origen mexicano, sin embargo, en algo sí que se parecía a quienes
habitan el país de donde provenía su apellido: no conocía su propia historia.
Soler consigna magistralmente en su crónica Ese príncipe
que fui, cómo es que el príncipe Federico sabía apenas unos pequeños detalles
sobre Xipagauzin y Moctezuma pero con eso le bastó para construir un imperio y
usufructuarlo. Empresa descabellada a la que se volcó irreflexivamente quizás,
diremos en su descargo, por el permanente estado etílico en el que se
encontraba.
El príncipe Federico echó mano de lo primero que encontró
para intentar informarse de lo que cualquier noble mexicano debería saber o, en
su caso, hablar. A Pedro Infante y su famoso Pepe El Toro recurrió para
aprender a “hablar en mexicano” y deslumbrar así a los hombres que lo buscaban
para hacer negocios y a las mujeres que lo asediaban. La falsa alcurnia de
quienes buscaban acrecentarla comprándole alguno de los títulos y medallas de
la Soberana e Imperial Orden de la Corona Azteca lo era tanto como la
mexicanidad de su titular.
La realidad supera a la ficción, ya dijimos, pero cuando
una ficción como la creada por Federico Grau Moctezuma se convierte en la única
certeza el axioma de la frase se aniquila y crea una especie de vacío en el que
cualquier cosa puede pasar. Y pasó.
De la bonanza pasó al desprestigio y muy pronto al
olvido. Kiko Grau, como había sido conocido en su juventud, pasó de soltero
codiciado a casi prófugo de la justicia y cuando intentó volver a Barcelona
para reconquistar a quienes antes lo habían asediado, se encontró con que el
interés se había perdido irremediablemente.
La historia, un poco trágica a este punto, se desdobla
gracias a la riquísima prosa de Jordi Soler quien, por medio de una irónica y
divertida primera persona, narra la llegada de Federico Grau Moctezuma a
México, último bastión de su imperio de humo, para encontrarse con que el
apellido que había deslumbrado a todos en su país natal en tierra azteca era
común y corriente. Quizás un poco más lo segundo.
El desconcierto de Xipaguazin al caminar por Toloríu
encontró eco en el príncipe Federico 500 años después y luego de vagar sin
rumbo entre esperanzas e ilusiones destrozadas se encontró con que Motzorongo,
la última parada de Xipaguazin antes de embarcarse a España, era en realidad el
último reducto en el que podría recuperar algo de su nobleza. Y ahí, entre
moscos, calores, plantas invasoras y vino tinto de tetrapack, sentado en un
desvencijado sillón rojo, día tras día contó su historia Jordi Soler. Durante meses le concedió
audiencia en su último palacio, fortaleza endeble en la que, décadas después de
desplumar a la nobleza franquista, resguardó hasta el último día de su vida la
prueba irrefutable de ese príncipe que fue.
Foto: Tomada de www.megustaleer.com.mx
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