Reseña de la novela El rastro

El asunto miau

A veces el enemigo está más cerca de lo que se cree. Casi siempre. Siempre, quizás. El enemigo está en el interior de la casa o incluso de nosotros mismos, pero justamente esa proximidad hace que la visión se desenfoque y, engañada por las sombras, vea la amenaza en otro lugar, como proveniente de otros.
   Por supuesto hay malos ratos o incluso tragedias por las que no se nos puede culpar, son las menos y también semillero para todas las que nos debemos a nosotros mismos. ¿Qué hacer cuando alguien experimenta muchas de las primeras?, ¿qué hacer con toda esa carga de, llamémosle, mala suerte? Aguantar.
   Un protagonista calamitoso pero aguantador es el que lidera y cuenta la historia de El rastro novela juvenil de Antonio Ortuño que se incluye en la colección A través del espejo del Fondo de Cultura Económica (FCE). La historia, comentó el autor en entrevista para PROVINCIA, rescata de cierta manera una trama que escribió en su juventud y de la que fue necesario alejarse varios años para poder concretarla y publicarla.
   Ahora, algunas décadas lejos de esa edad, Ortuño utilizó la atmósfera consignada en aquellos folios y la transformó en escenario y fragancia para la historia de Luis, ese antihéroe que, sin embargo, termina salvando el día. No es el escritor transfigurado pero sí es posible encontrarse con las reflexiones, anhelos e inseguridades que vivieron él y su generación.
   El libro resulta entretenido y divertido pero dentro de ese tono disfrutable se alcanza a escuchar un eco amenazante que, de tan repetitivo, acaba por inquietar hasta al más seguro. Luis no lo es, así que con su tranquilidad se va la del lector. Algo anda mal, lo sabe, pero parar no es una opción. Es necesario seguir el rastro que se presenta aunque este lleve, quizás, al matadero.

El ojo
Todo es culpa de un gato. De dos, de muchos. De no haber sido por un minino veleidoso que tuvo a bien desaparecer nada hubiera pasado. Pero el “hubiera” no existe, dicta la conocida frase, así que quizás, la peluda mascota debió jugar su papel para que otros hicieran lo propio.
   Luis era apenas un niño cuando lo azotó una terrible tragedia que le cambió la vida. Fue una de esas malas pasadas del destino que, sin embargo, lo predeterminó para que, el resto de su existencia, fuera igual de desventurada. Esa certeza de que para él no habría más venturas no le permitió estar en guardia para capotear la aventura que se le imponía.
   Él, que no sabía hacer amigos y que hablaba solo en defensa propia (y a veces ni eso), un día se encuentra con Sofía y su vida vuelve a cambiar. Ella, lo opuesto a todo lo que él representa, es un canto de sirena que lo llama lenta e inexorablemente a la perdición, pero la edad y las hormonas le impiden ver la catástrofe que se avecina. La colisión es, sin embargo, el silencio. Un día Sofía desaparece sin dejar rastro para aparecer mucho tiempo después con actitud de haberse saludado apenas la noche anterior.
   Luis es muy joven, pero —además del primer hecho trágico de su vida en el que no tuvo nada que ver—, tiene ya un pasado. Uno que le abre la puerta en casa de su amigo Paulo. Sofía está ahí, como una voz de ultratumba con todos los susurros y maullidos de gato que acompañan a su historia. A su pasado. Acostumbrada a ser obedecida, nuevamente da órdenes a Luis y este, por primera vez, hace lo opuesto a lo que le indica.
   No se imagina que ese acto de rebeldía, ese reclamo de independencia, marcará el primer paso de un camino que estará marcado de misterios, balazos, persecuciones y la desaparición de Paulo. Hay un rastro de sangre cuyo destino final sea, quizás, la morgue. 

De vidrio
Antonio Ortuño tiene ya una voz literaria clara y definida. En sus novelas, pobladas siempre de personajes impagables, hay además conciencia social y análisis de su contexto sin caer en el panfleto y la denuncia a bote pronto. El rastro no es la excepción. Luis, Paulo y Sofía, acompañados de algunos personajes más, son el triduo principal que entretiene al lector con sus cuitas juveniles —primeros noviazgos, búsqueda de identidad, definición de carácter—, pero también son el vehículo para presentar otras mayores como la violencia y la corrupción generada por el poder económico tanto cuando este existe como cuando el dinero se esfuma.
   Así, esos improbables tres mosqueteros, son también muestra —que no está libre de crítica—, de tres polos de la sociedad: Luis el más desfavorecido; Paulo el que lo tiene todo y lo asume sin cuestionarse para nada; y Sofía, favorecida también en lo económico pero determinada a ir un poco más allá, cuanto se pueda, de lo que su clase social le indica.
   Paulo y Sofía son realeza en un pueblo pequeño, Casas Chicas, mientras que Paulo es parte del anonimato que proyecta sobre la mayoría de sus habitantes una gran ciudad como Guadalajara. La mezcla de esos dos mundos hará que salten chispas con un resultado impredecible.
   Luis y Sofía, como ya se dijo, tienen pasado pese a sus cortas edades. Su encuentro fue por sus gatos desaparecidos y, entre el posible romance y los ausentes maullidos, terminaron enfrentando a un enemigo que, pese a tener un ojo de vidrio, parecía observarlos a conciencia, a profundidad y sin darles un momento de descanso. Una vez que los jóvenes casi amantes se vuelvan a encontrar esa mirada fría, amenazante y vidriosa volverá a aparecer.
   La narración, realizada en primera persona, resulta evocativa en más de un sentido ya que es un hombre adulto quien recuerda sus aventuras juveniles, pero desde esa edad Luis, el narrador, también recuerda otros tiempos. Todos esos momentos forman parte de una misma existencia pero se van mostrando al lector como una matrioska que devela sus entrañas hasta llegar a lo más profundo, original y originario.
   El lector atestigua por medio de la mirada de Luis —el joven y el adulto—, esta trama que lo llevó hasta un pequeño pueblo en el norte del país que, también por medio de la pluma de Ortuño, muestra su funcionamiento más profundo de manera clara y divertida pero también inquietante y grotesca pues ahí, en ese pueblo cuyo destino lo dictan unas cuantas familias, en esa historia ambientada hacia finales de la década de 1980 y principio de la de 1990, se ven ya los primeros visos del mirreinato y también del crimen ya no solo organizado sino enquistado en la sociedad.
   Paulo desaparece pero no es el único, Casas chicas tiene ya una larga lista de habitantes ‘evaporados’ cuyas familias se preguntan constantemente: “¿Dónde están?”. Una incertidumbre que golpea al propio Luis desde la primera línea, desde la declaración inicial. El arranque de su historia resulta ineludible: acaba de despertar, no sabe dónde está, le duele la cabeza y apenas puede abrir los ojos. Algo que le pasó, no sabe qué ni el lector tampoco. Lo acaban de enganchar. Ahí se encuentra el punto de salida de una carrera que sigue el rastro de una narración que corre en tres momentos simultáneos que inevitablemente se encontrarán en una colisión que dejará a todos fuera de forma.
   Los caminos siempre forman una ineludible encrucijada, el hubiera no existe, ya se dijo, así que depende de cada uno elegir el que crea más conveniente con la incertidumbre de si fue el correcto pero con la certeza de que, sin importar cuál se tome, siempre habrá un ojo de vidrio atento a nuestro andar.



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