Murió María la renca
María siempre llevaba el cierre a la mitad de la espalda,
no por coquetería, sino porque la joroba no le permitía cerrarlo por completo…
la edad hizo sus estragos.
Era muy conocida en el pueblo en el que vivió, uno pequeño y terregoso que bien podía recorrerse a pie
para hacer cualquier diligencia pero que la mayoría de sus habitantes se
empeñaba en recorrer en coche o camioneta, levantando más tierra aún.
María no era como ellos, andaba de un lado a otro, renca de
la pierna derecha, el vestido a medio cerrar y el cabello, de un rojo muy vivo
para ser real, recogido en un chongo hecho a toda prisa al empezar la caminata o
a veces suelto, si por la humedad del baño no era conveniente recogerlo.
El carácter fuerte la caracterizó y su militancia
política también, renca y todo participaba en los mítines y cada trienio apoyaba
al candidato de su partido con férreo fervor y gritando consignas para alentar a
otros a votar por el abanderado del llamado “partido de los pobres”.
Las calles terregosas de su pueblo natal se llenaban de
cuando en cuando con sus gritos y voz en cuello, con la joroba como caja de
resonancia, se oían nombres como Pedro, Jesús, Manuel y cuanto bien
intencionado tabiquero, carnicero o licenciado trunco, se empeñara en buscar
“la grande” en un pueblo chico.
María no tuvo hijos, su aspecto físico no le ayudó a
encontrar marido durante sus años fértiles y aunque tal vez tuvo la oportunidad
de ser madre soltera es evidente que no la tomó, quizá por mojigatería
religiosa aunque nunca fue muy católica… a ciencia cierta no lo sabremos y
menos ahora que murió.
Pero no partió sola, vieja y fea como la consideraban
muchas y muchos, porque en su pueblo el chisme no era patrimonio de las mujeres,
se casó con un hombre menor que ella.
La fea y renca,
pionera de las cougar, un término desconocido para un pueblo en el que el
idioma inglés constaba de tres palabras: parquearse (to park), wachar (to
watch), troca (truck)… todas (mal) dichas cada diciembre por cientos de
migrantes que regresaban a vivir su maratón Guadalupe-Reyes sustentado en los
dólares ganados “al otro lado”.
No sabemos quién asistió a la boda pero de ella quedó un
testimonio: el libro del registro civil, con una firma enredada e ilegible María,
de 51 años de edad, soltera y sin familiares, unió su vida a Ramón Fuentes, de 39
años de edad, soltero y el cuarto de siete hijos.
La reacción de los suegros de María tampoco se sabe,
aunque podríamos imaginar que de inicio no fue muy buena: ¡una mujer 12 años
mayor se casó con su hijo! Que si bien no era un jovencito, y para los usos del
pueblo ya estaba quedado y despertaba habladurías sobre sus gustos más íntimos,
sí era fuerte y formal en su trabajo, dos cualidades muy valoradas por esos
lares.
Ramón manejaba una camioneta repartidora de agua potable,
o algo similar, vendido en galones, y era por mucho el empleado más eficiente
de la pequeña purificadora de ese pueblo terregoso en el que nació. Fue por su
trabajo que conoció a María.
-¡El agua!
-Déjeme dos – decía María asomada en la ventana mientras
veía cómo Ramón con su 1.75 metros de estatura (10 centímetros menos que ella)
y sus brazos fuertes, tomaba sin esfuerzo el par de garrafones.
-¿Dónde se los pongo?
-Aquí – decía María al señalar a un lado del refrigerador
y luego bajaba la vista con timidez.
El ritual se repetía constantemente, ninguno de los dos
decía nada más, ella pagaba los 22 pesos del agua y Ramón se iba para regresar tres
días después.
Aunque hacía años que María había perdido la esperanza de
encontrar marido, ese fuerte repartidor de agua la hacía sentirse nerviosa y
eso le gustaba, por algo le echaba agua de más a los frijoles para acabarse los
garrafones más rápido y volver a ver a Ramón.
Por fin un día el repartidor se armó de valor, no se sabe
si el nerviosismo era por tener sentimientos románticos o por lo imponente de
la estatura de María, y le empezó a preguntar otras cosas más allá del conocido
“¿Dónde se los pongo?”.
Al poco tiempo ya se tenían algo de confianza, se
tuteaban y se despedían con un apretón de manos luego de la compra del agua,
así hubieran podido seguir durante mucho tiempo pero uno de sus compañeros de
trabajo le hizo saber a Ramón que María era dueña de la casa en que vivía y de
otras tres que, literal, le permitían vivir de sus rentas.
La revelación despejó las dudas y en ese momento decidió
casarse, para sorpresa de los de su casa, con María la renca.
El matrimonio que nació viejo pronto cayó en la rutina:
hacer de comer, lavarle la ropa, tener todo limpio, esperarlo a las 5 de la
tarde que salía de trabajar… cualquier cosa era mejor que estar sola en esa
casa y María no se quejaba, cada olla de frijoles, cada mañana frente al
lavadero batallando con trusas y calcetines era algo que atesoraba porque durante
años pensó que nunca tendría que hacer nada de eso.
Estaba satisfecha porque había podido callar las críticas
de las vecinas que le decían la quedada, y a pesar de que la altura, el peso y
la diabetes hicieron que se rompiera esa regla de que toda novia es hermosa, el
día de su boda María caminó emocionada, feliz y renqueando hasta llegar frente al
juez; poco le importó llevar abierto hasta media espalda el cierre del vestido
blanco con flores azules que había sido de su abuela (algo viejo y azul, además de un préstamo de ultratumba)… ¡No
moriría solterona!
Y no lo hizo, murió casada con Ramón Fuentes, el
repartido del agua.
El viudo ya dejó de trabajar, ahora vive de sus
rentas.
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