Un cuento de desamor

No me dijiste adiós
Años buscándote y ahora que te encuentro solo habrá más silencio… eres cruel, ¿ya te lo habían dicho? Si no, te lo digo yo ahora: Eres cruel Mauro… un completo hijo de puta.
No me importa si me escuchas o no, me da igual si es prudente hacer esto aquí, por fin es momento de sacar esto que lleva años comiéndome el alma… ya sé que suena a una cursilada pero ha sido así. Te conocí cuando teníamos dieciocho años y fuiste mi primer hombre en todo. En todo.
Estabas sentado en una mesita alta junto a la cafetería del cine, habíamos estado hablando durante semanas en el Messenger y por fin habías aceptado que nos conociéramos en persona. Ahora que lo veo, siempre fui más valiente que tú… no, no soy mejor, simplemente más “aventado”, como dirías tú.
La palidez de tu cara marcada por la oscuridad del lunar en tu mejilla derecha me enganchó completamente. No había visto ninguna foto tuya por lo que repetía como un mantra la descripción que me diste: “Flaco, blanco, cabello negro, lacio y con un lunar en la cara”. Y ahí estaba, el lunar que se convirtió en mi planeta privado.
Te saludé con la mano desde la distancia y sonreíste… ese fue el final y el principio. El final de mis dudas y el principio de esta historia de dicha y dolor.
Faltaba aún para que empezara la película. Media hora de risas nerviosas y un café humeante que me hacía sentir mayor y que fue, quizá, uno de los primeros pasos hacia la gastritis que ahora me mata cada tres por dos. No es sencillo envejecer, ¿verdad? Si lo sabrás tú.
No recuerdo cuál película vimos, ¿tú sí? Yo acababa de llegar a la ciudad y para mí ir a un lugar así era una experiencia casi de otro mundo. Las luces que adornaban los mostradores de la dulcería y el logotipo del cine empotrado en el suelo eran cosas que nunca había visto en mi pueblo. Tampoco había visto a alguien tan guapo como tú.
Ahí estaba, de pie junto a ti pero en realidad sentía que dominaba el universo entero, de pie sobre tu lunar, ese planeta que quería reclamar como mío para cultivar una rosa y regalártela. 
Avanzamos primero en la fila de la dulcería, yo pedí las palomitas, quería tener un pretexto fácil para rozar tu mano cuando, sin darme cuenta, claro, metiera la mía al mismo tiempo que tú. Esas manos flacas, como tú, blancas, como tú, que quería tomar y apretar toda la vida.
Pensarás que exagero pero no, te juro que no, a los dieciocho años de edad quieres así o en realidad no quieres nada… y yo quería todo contigo.
Avanzamos luego en la fila para entrar a la sala. Eran los años noventa y los lugares no estaban asignados, hace tanto tiempo y tantos mundos… subimos, subimos, subimos, subimos, la última fila se llenó antes de que la alcanzáramos y sugeriste que nos sentáramos en la siguiente. Sigo sin recordar cuál película era, aunque poco importa, la historia que más me importaba en ese momento era la que quería vivir contigo, quizá por eso olvidé la que nos contaron en la pantalla. Ojalá tú recordaras cuál fue, me gustaría comprarla en DVD, si aún existe, o buscarla en Netflix.
El truco de las palomitas funcionó, ¿te acuerdas? Estaba más atento a los movimientos de tus manos que a lo que pasaba en la película. Cada que metías la izquierda para tomar palomitas yo metía la derecha. Un roce discreto con mi meñique sobre el dorso casi transparente de tu mano, para empezar.
Primero recibiste el toque con un sobresalto, luego te acostumbraste pero también te pusiste nervioso, siempre nervioso. Disfrutabas mi juego pero empezaste a imaginar los peores escenarios si acaso alguien de la fila de atrás nos veía tocándonos las manos y dejaste de comer palomitas.
Ahí estaba yo, el “aventado”, arrojado desde el precipicio de la excitación por el empujón de tu miedo. Mala señal que no quise ver o que no pude, porque cuando quieres a esa edad flotas, ingrávido, y regresas fácilmente al borde desde el que acabas de caer para seguir bailando. Vuelves para celebrar el amor que acabas de encontrar, aunque estés junto a un precipicio.
¿Tú también te sentías así? Ojalá tu silencio no fuera tan definitivo… 
Quizá sí lo sentiste pero el miedo te ganó, ¿verdad? O tal vez viviste todo esto con alguien más y yo solo fui el primer experimento de un proyecto que abandonaste después, sin remordimientos, cómodamente.
Al salir del cine me invitaste a caminar rumbo a tu casa, vivías cerca, dijiste, pero me advertiste que no podría pasar, tu mamá estaba ahí. Acepté sin pensarlo, no conocía ni lo más mínimo de esa zona de la ciudad pero por pasar unos momentos más contigo hubiera sido capaz de caminar hasta la Luna y de regreso con tal de mostrarte, sin que me lo preguntaras, cuánto te quería.
Nunca me lo preguntaste, yo, en cambio, te lo dije en cuanto pude. Aunque no ese día, después de besarte no podía más que sonreír.
Me llevaste por un camino que se parecía mucho a mi pueblo: sin casas alrededor y al lado de un canal que llevaba agua a quién sabe dónde. Lo único que me importaba era caminar junto a ti y, de vez en cuando, retrasarme un poco para verte de cuerpo entero y sentir la misma emoción que cuando te encontré en el cine, apenas dos horas antes.
Me hice adicto a ti… sí, así de fácil. Me hice adicto a ti, a verte, a olerte, a perderme en tus labios cuando hablabas o sonreías, y a volver flotando a tu lunar para que nadie más lo habitara.
Ahí, en ese camino desconocido para mí, ahí, sin avisar, me besaste y pude plantar mi bandera en el planeta de tu mejilla derecha. Para ti fue un pequeño paso, me dijiste después, pero para mí fue un gran salto.
Tus labios, flacos como tú, cayeron sobre los míos y, como dos piezas que se necesitaban para arrancar, el engranaje empezó a funcionar. Tu aliento, mi saliva, la suavidad de tu barbilla, el pulso subiendo hasta mi lengua, tus manos en mis hombros, las mías en tus codos, tu lengua contra la mía… todo se combinó en una explosión de calor que fue de la boca a la pelvis y de regreso. Que me llevó a tu lunar para plantar la rosa y volver para llevar mis manos de tus codos a tu cintura y atraerte hacia mí. Tu lengua entró aún más, perdió la batalla contra la mía pero tus labios demostraron que el compás que los movía aún podía perfeccionarse y marcaron el ritmo a los míos que continuaron lo que aún faltaba para terminar ese concierto conformado no por notas musicales sino por latidos del corazón…
Los míos brotaban desbordados, desbocados, ¿y los tuyos? 
Las estupideces que pregunto, ¿verdad? Tu corazón quizá se aceleró pero no de amor tal vez por miedo. Al día siguiente me dijiste algo que me lo confirmó, ¿no te acuerdas? Yo sí.
“Emmanuel dice (11:05): Mauro, estoy feliz de que por fin nos conocimos. Me gustaste mucho y el beso que nos dimos fue lo mejor que me ha pasado. Al final ya no te pude decir nada de lo emocionado que estaba, todo el camino de regreso a la casa sentí que flotaba, quiero besarte mucho, mucho, mucho. Te quiero. ¿Cuándo te veo otra vez?”.
“Mauro dice (11:08): La verdad no sentí mucho con el beso, para mí fue como lavarme las manos o ponerme los zapatos, no la gran cosa. Pero sí quiero seguirte viendo”.
Se me quedó grabado y no hay día que no lo recuerde. Tanto me dolió que hasta imprimí la conversación del Messenger para leerla cada vez que quisiera y para aferrarme a la esperanza que me dabas al final… “pero sí quiero seguirte viendo”.
¿Alguno de nuestros besos fue especial para ti? Desearía saberlo… vine por respuestas pero me quedaré igual, lo sé. Una vez que decides alejarte no hay manera de hacerte cambiar de opinión… aunque esto es muy cruel, ya te lo dije.
Nos seguimos viendo, eso lo cumpliste, pero sin advertirme que íbamos contrarreloj, que tu interés tenía fecha de caducidad.
El cine fue nuestro aliado, al menos mío. Fuimos a ver otras dos o tres películas que tampoco recuerdo, pero que me dieron oportunidad de sentir tu mano sobre la mía. Aunque siempre con discreción, ¿verdad Mauro? 
La última vez que fuimos al cine tomé tu mano sin avisarte, sin el pretexto de las palomitas. Estabas concentrado en la película, ambas manos sobre los muslos, flacos como tú, y de pronto, con un respingo, notaste que mis dedos estaban sobre los tuyos, giraste la palma, entrelazaste nuestros dedos y enterraste las manos entre los asientos. Estábamos en la novena fila y, otra vez, temías que alguien nos viera. Poco me importaron las marcas de las costuras en los dedos y el dorso, me sentía feliz porque durante dos horas tu piel había estado sobre la mía…
Tu piel, pude conquistar tu piel. Recorrí palmo a palmo esa tierra sagrada, esa región casi transparente surcada por los ríos azules de tus venas y marcada por la redondez oscura de tu único lunar.
Empecé el viaje en el sur de tu cuerpo, seguro lo recuerdas. Por la manera en que temblabas y te movías pude saber que eras tan inexperto como yo, pero eso no nos impidió seguir. Mis manos, mis labios, mi lengua, hicieron senderismo en tus piernas, escalaron tus rodillas, avanzaron por las planicies de tus muslos y se desviaron hacia la desafiante montaña que, erguida en tu pubis, me retaba a rapelearla y llegar a su cima para conquistarla. Una vez ahí, lo demás fue dejarse llevar, te olvidaste de tus miedos e iniciaste tu propia exploración. Aunque no quieras reconocerlo, aunque digas que el “aventado” era yo, tú también tomaste acción en mi cuerpo y lo reclamaste para ti. Lo hiciste tuyo.
Yo me entregué pero lo tuyo fue calculado, no lo niegues… tan calculado que nunca más supe de ti, hasta ahora. 
¿Cuál era tu juego? ¿Fui yo el primero? ¿El único? ¿Cuántos más antes de que abandonaras tu exploración? ¿Lo decidiste tú o te obligó tu familia? Al final les diste lo que querían pero, ¿y lo que tú querías? 
No me dijiste adiós. Ese día, después de recorrernos enteros, después de conocernos por completo, te vestiste rápidamente y solo dijiste: “Me tengo que ir”. Vaya que tenías prisa, no esperaste a que te acompañara para abrir la puerta, no te importó encontrarte con alguno de mis compañeros de casa, saliste y ya, sin despedirte. Debiste decir adiós, porque para ti era definitivo. Debiste decirlo, aunque yo no supiera que ya no te vería.
Y ahora, años después, te encuentro. Leyendo el periódico, esa reliquia del pasado, supe que estarías aquí y aquí me tienes, desahogándome tanto tiempo después, sin el consuelo de una respuesta, sin la revancha de un golpe, porque hasta eso preferiría y no quedarme hablando solo, como estoy ahora.
Hace mucho que te perdoné, Mauro, solo quería aligerar la carga del amor con el que me dejaste solo. 
Ahora que te veo aquí puedo deducir muchas cosas y empiezo a entenderlo todo. Tu apellido está mal escrito pero ese: “Recuerdo de su esposa e hijos” que se lee debajo, es muy claro y elocuente. No te preocupes que no volveré. Descansa en paz, yo intentaré hacer lo mismo.

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